viernes, 26 de junio de 2009

UNO MÁS UNO - (Parte 3 de 10)

Teo


Tenía que elegir el día de hoy; precisamente uno de los mar­tes más agitados de entre las últimas tres semanas de intenso tra­bajo en la editorial. Y mira que le tengo dicho que para hablar con ella prefiero la soledad de mi propio hogar. Claro que ella siempre tiene respuesta para todo y, en este caso particular, no le falta razón. Alega que mi verdadera casa es, sin lugar a dudas, mi habi­táculo laboral. Bien, concedo que tiene razón, pero no hoy, uno de esos días en que todo, absolutamente todo, se complica; desde la luz del despacho que funciona de forma intermitente, haciendo que mis pupilas deban acomodarse a una nueva situación cada fracción de segundo; hasta el último contrato con uno de esos autores que, en el último momento, deciden plantear inconvenientes.


Para mi sugerencia de que me llamara por la noche a mi
domicilio privado también tenía respuesta (¡cómo no!): me echaba de menos. ¡¿Cómo puede echarme de menos en medio de un rodaje de locos que la ha llevado a uno de esos pueblos perdidos de lo que ha venido en llamarse la España profunda?! En aquel momento, tan desesperado estaba con mis propios problemas, que no fui capaz de captar el matiz que ofrecía aquel hecho extraño de que ella me echara de menos. Tengo que admitir que Marta no siempre resulta la piel cálida del mamífero que comparte su nombre, sino que, en demasiadas ocasiones, su frialdad se contradice con la supuesta sensibilidad de su sexo.


¡Me echaba de menos! Precisamente en uno de esos momentos en los que uno debe abandonar la reunión a la que asiste, para eliminar ese líquido sobrante, en algún aseo de los que ya no necesariamente están siempre al fondo a la izquierda, es cuando me tienen que venir a la memoria sus palabras. Parece mentira que sea un lugar así el que consiga evocar el discurso que Marta me ha dirigido por teléfono en tan caótica mañana, pero así es, en efecto. No es que haya en semejante lugar nada que pueda relacionarse de forma especial con ella, pero lo que sí ocurre es que es el único espacio en el que, durante tan traumático martes, consigo estar solo conmigo mismo.

Todavía quedan días para finalizar el rodaje; sin embargo, algo del todo imprevisible en una personalidad como la suya, Marta me pide que vaya a reunirme con ella cuando encuentre algún momento para escaparme de la editorial. ¡Como si eso fuera tan sencillo!

Por supuesto que no me sería demasiado difícil encontrar alguna excusa que me permitiera escabullirme del trabajo, pero, ¿es eso lo que realmente quiero? Por otra parte, ahí está uno de los logros de nuestra nueva sociedad: la invención del fin de semana; podría agarrarme a él sin albergar ningún tipo de escrúpulo profesional, por muchos originales que queden por leer desperdigados por la casa. Sin embargo, y a pesar de haberme quejado durante la noche de la excesiva libertad que vivimos en nuestra relación, el hecho de que Marta me reclame es algo que no acaba de sentarme del todo bien. No puedo negar que en el momento en que me lo dijo me sentí imprescindible, y eso es algo, por lo menos, halagador; pero la sugerencia de una mujer, que nunca hace ninguna, puede ser el principio del atosigamiento, y eso sí que no.

El tiempo que llevo en el aseo, enfrascado en semejantes pensamientos, es lo suficientemente largo como para que mis compañeros de negocios empiecen a sospechar que algo siniestro puede haberme ocurrido en tan sórdido emplazamiento; algo que muy bien saben reflejar las novelas negras y las películas de gángsters y mafiosos, géneros que siempre causaron mis delicias por mucho que la intelectualidad se dedique a denigrarlos. Ya pensaré más sobre el tema. Lo que no voy a hacer es abandonarme a una situación quinceañera, cuando, creo recordar, que ni siquiera a los quince años me dejé arrastrar por algo así.

La razón de mis numerosas separaciones está bien clara. Nunca he querido ser poseído. Es verdad que en alguna ocasión la tentación de ceder a un sentimiento de tal naturaleza estuvo en un tris de dar con mis convicciones al traste; pero pronto pasó la nube, y aquí estoy, libre como el viento. O, al menos, así me gusta identificarme; y de tanto recordármelo y hacérselo ver a los demás, he llegado a adquirir una seguridad tal en la obtención de semejante ideal, que hasta yo mismo he llegado a creérmelo.


Los negocios me reclaman y a enfrentarme a ellos me dispongo. Por mucho que me queje, me gustan las situaciones difíciles, pues añaden ese punto de emoción a la vida que hace tanto bien a mi adrenalina. Y el negocio que tengo entre manos no puede decirse que sea de los más fáciles. Deseo publicar ese libro, y el maldito autor me sale ahora con la consabida historia de buscar otra editorial. Bueno ¿y qué? De acuerdo que la obra es buena, pero su autor no es precisamente un candidato al Nobel. En fin, tendré que utilizar mis mañas de viejo zorro. Todo consiste en dejar hablar a los demás y, sólo en el último momento, hacer uso de mi facultad para emplear el lenguaje. No precipitarse; ahí está el truco. No precipitarse, ni en los negocios, ni en el amor. ¿Acaso no será éste del amor uno de los negocios más complejos desde que el mundo es mundo?

* Obra de Giacometti

CONTINUARÁ...


sábado, 20 de junio de 2009

UNO MÁS UNO - (Parte 2 de 10)

Marta



Esto me pasa a mí por trabajar con artistas esnob de la nueva ola. Por muchos años que llevo en la profesión no llego a acostumbrarme a los pulsos que debo echar con irrazonables directores de cine. Si debo responder del presupuesto económico de algo tan desproporcionado como el cine, no puedo caer en las redes que intentan tenderme aquellos que defienden el arte por encima de cualquier aspecto económico del que se trate. Estoy de acuerdo que el gasto monetario es necesario, y que si queremos que la película obtenga un mínimo de calidad, tal inversión debe hacerse; pero de ahí a lo que este hombre me propone media un abismo. O yo no sé lo que es el cine, o el público que se sienta en la sala, bien provisto de cocacolas y palomitas de maíz, es mucho más observador de lo que cabría esperar; pero, francamente, no creo que sus exigencias les lleven al punto de notar las diferencias visuales entre los numerosos tipos de champagne o cava que pueden consumirse en una fiesta de élite. El que logre distinguir tales variedades merece ser tenido muy, pero que muy en cuenta.

El director dice que los actores no se motivan de igual forma ante un Moët & Chandon que ante una sidra El Gaitero. Yo, para llevarle la contraria, que para algo he de ganarme el sueldo, le contesto con aquello de que si de verdad son buenos actores, y si él es tan buen director como se comenta, seguro que, entre todos, conseguirán darle toda la ceremonia que se precise. El caso es que la discusión ha sido demasiado larga para mis nervios en tensión. No es lo mismo que esto suceda el segundo día de rodaje, a que ocurra cuando ya llevamos más de medio camino recorrido. Y es que todo tiene un límite. Cada vez que el rodaje se desarrolla fuera de la localidad habitual, surgen todo tipo de problemas; y no son precisamente los burocráticos los que más me preocupan, sino los que el propio equipo hace surgir de manera implacable.

Unas de las primeras dificultades en aparecer son las relacionadas con el alojamiento en el hotel. Todo son inconvenientes. Que yo necesito ventana al exterior; que lo que yo quiero es ventana interior; que a mí no me gustan las ventanas en absoluto... Luego viene lo del baño o la ducha. Por supuesto, ni que decir tiene, que quienes plantean más exigencias son los que casi no tienen ni baño ni ducha en sus propios domicilios, pero en un hotel las cosas son diferentes, y si es producción la que paga, pues tanto mejor.

Por supuesto un rodaje no sería un rodaje si no hubiera alguna que otra relación sentimental; eso ya se sabe. Pero la cosa se complica cuando la pareja que era, pero que ya no es, se encuentra con algún elemento distorsionador que hace renacer antiguas pasiones. Y ahí estoy nuevamente yo; en los precisos momentos en que la sangre está a punto de llegar al río. Primero actúo discretamente, como esa amiga íntima con la que todos soñamos y que algunos alcanzan; o bien como una especie de madre o de amante comprensiva, según los casos. Cuando este camino no da resultado y las cosas se disparan, como en el caso que actualmente nos ocupa, tienen que actuar otro tipo de estamentos: en este caso la policía. ¡A quien se le diga que unos señores y señoras, hechos y derechos, hayan tenido que terminar en comisaría, sacando a relucir todo tipo de escándalos, por culpa de una mano que se salió de quicio, y de un puño que le respondió..! Y luego la prensa, que no sé cómo, pero se entera de todo; sus espías llegan incluso a un pueblo tan remoto como éste del Pirineo español. Bueno, Marta, tranquilidad. De sobra sabes cómo son estas cosas. Todo se olvida. Y si no, tanto mejor; dará publicidad, y eso a la productora siempre le conviene. ¡Cómo no!

La habitación que ocupo en el hotel no puede decirse que sea un remanso de paz para mí, pues mi natural desorganización no procura un clima sereno ni proporciona esa armonía de líneas tan buscada por los clásicos. Pero ¡qué se le va a hacer.! Cada vez que he intentado poner en orden mis papeles, lo único que he conseguido es volverme loca buscándolos cuando más los necesito. Y es que mi orden está fuera del convencional. Después de años de intentar adquirir unos hábitos organizativos que desplacen el continuo caos que rodea mi vida, me he dado cuenta de que la tarea es del todo inútil. Siempre tengo que invertir algo de tiempo quitando papeles, guiones o algún que otro libro, de encima de la cama. Una vez que lo hago, el colchón se amolda a mis vértebras y consigue producirme el placer del descanso. A veces pongo una música, a la vieja usanza del cine, que acompañe mis pensamientos y dé el tono adecuado a los sentimientos que éstos pueden provocar en mí; pero en muchas ocasiones opto por el silencio, dejando que mi mente discurra en total soledad por caminos insospechados. Hoy es uno de esos días, o mejor dicho, de esas noches.

Una vez resueltos los trámites de la comisaría, una vez transcurrido un tiempo prudencial para calmar los ánimos de los que se habían visto envueltos en el altercado con mejor o peor fortuna, he querido desligarme de todos mis compañeros de trabajo y recorrer el camino de mi imaginación. Al poco tiempo de estar tumbada en la cama, bajo el brillante reflejo de luna que se mete por la ventana que muy rara vez cierro, consigo evadirme de la realidad material y viajar por esa línea abierta de la propia imaginación. Hace muchos años, me hubiera gustado que la gente del espectáculo hubiera querido escuchar las ideas que, para futuras producciones, surgían en mi mente; pero para ideas ya estaban los guionistas y los directores; yo, a la producción. La verdad es que, pensándolo fríamente, quizá mi originalidad no fuera excesiva y, para no llegar a la altura de un Spielberg, ¿para qué arriesgarse? Poner los pies en la tierra al director, y ayudarle a despegar cuando es necesario, siempre han sido dos aspectos de mi trabajo que me han producido enormes satisfacciones; y con ello, mis veleidades como escritora han ido cediendo cada vez más; algo de lo que no me arrepiento. De cualquier modo, nunca he tirado definitivamente la toalla, y eso añade a mi vida una expectación que me produce una cierta y agradable emoción.

¿Cómo puede la pasión obcecar a la gente hasta el extremo de llegar a las manos? ¿Será realmente el sentimiento amoroso el que se halla en el fondo de una situación tan folletinesca? ¿No se tratará más bien de orgullos heridos, sentimientos de posesión, de un aquí estoy yo, no lo olvides? ¡Quién sabe! Lo que creo saber es que, a estas alturas de mi vida, no estoy dispuesta a dar un espectáculo por causa de una relación amorosa, o como quiera calificarse.

Amor, sexo, compañía, cariño... ¿Cuáles de estos elementos y en qué grado se encuentran en mi actual aventura? Ni siquiera me atrevo a calificarla de aventura. Tan solo sé que ahora sí, ahora me gustaría estar con Teo. Me gusta el tacto de su piel, la profundidad de su mirada, el torso limpio del que él tanto se avergüenza -si supiera lo atractivo que me resulta a mí-.

Teo es un buen hombre; nervioso, con una capacidad inmensa de trabajo, quizá un poquito egocéntrico, pero un buen hombre. Y, además, creo que le quiero. Claro que cabría preguntarse hasta qué punto. Desde que nos conocemos no hemos mantenido conversaciones excesivamente cariñosas; probablemente porque a ninguno de los dos nos gusta utilizar esos vocablos ridículos que empalagan la más seria relación. Ahora que lo pienso, ni una sola vez nos hemos dicho el consabido te quiero; ni siquiera la primera que cedimos a un impulso primitivo que nos arrastró encima de la colcha de mi cama. Al invitarle a subir a mi piso no hubo ningún tipo de premeditación; de hecho, no había ni un miserable condón en el botiquín de primeros auxilios. El hecho es que, sin ningún tipo de planteamientos, al menos por mi parte, nuestros cuerpos se ensamblaron de forma muy adecuada.

Nunca hemos vuelto a hablar de aquella primera noche. Ni siquiera nos dirigimos la palabra al día siguiente. De forma mecánica, cada uno siguió su vida y, transcurridas más de dos semanas, con total naturalidad, como si nada hubiera sucedido, decidimos encontrarnos en una fiesta. Y volvió a ocurrir, pero no en mi habitación, ni siquiera en la suya, sino en pleno campo. ¡A quien se le diga que a los cuarenta años nos revolcamos sobre la hierba! Hoy es el día que si alguien me preguntara qué tipo de vínculo mantenemos Teo y yo, no sabría qué contestarle.

* Obra de Picasso

CONTINUARÁ...



lunes, 15 de junio de 2009

UNO MÁS UNO - (Parte 1 de 10)



Teo


A veces me pregunto si no seré yo un ser de esos calificados de ordinario como masoquistas. Mis preguntas derivan de ese extraño placer que experimento al gastar mis horas bajas en la contemplación de un aparato tan heterogéneo como la televisión. Sin duda tiene que haber algo de morboso en la delectación que ofrece buscar constantes elementos de crítica a cada una de las imágenes que aparecen, misteriosamente para mí, en la pantalla de dicho aparato. Lo más desagradable de todo es constatar la falta de imaginación que reina, al menos en estos últimos años, dentro del mundo de la comunicación de masas. Sin embargo, a pesar del empobrecimiento intelectual que puede suponer el abandonarme al señuelo de la comodidad, aquí estoy, delante de ese complejo mundo de luces y sombras, sin apenas concederme un momento para el necesario pestañeo.


Está claro que hoy es mi día bajo. Varios tomos desperdigados por la mesa de mi estudio esperan mis ojos voraces ante cualquier tipo de letra que pueda llenar mis pupilas; sin embargo, y aunque el deseo me dirige en la dirección de mi estudio, permanezco impasible ante la mortecina pantalla. Esta noche, ni siquiera el sonido del teléfono me despierta de este letargo. Es verdad que siempre lanzo algún tipo de improperio ante las abundantes llamadas inoportunas, pero no es menos cierto que su afluencia me hace sentir uno de los seres más vehementemente requeridos de toda la tierra; algo que consigue asemejarme con el Presidente del Gobierno, el Dalai Lama, o hasta el mismísimo Bruce Springsteen, el boss, ¡ahí queda eso!


¿Qué me está ocurriendo? Yo no suelo portarme de una forma tan absurda. Si algo he aprendido en mi vida es a aprovechar al máximo el incierto tiempo de que dispongo. Bien, serán cosas de la edad. Probablemente haya llegado el momento de alelarme.


El repiqueteo telefónico, por inesperado, ha conseguido sacarme de mi absurda meditación. Sin embargo, la llamada que en el fondo de mi corazón anhelaba -y, aunque mi razón intentara ocultarla, ahí estaba, implacable, haciendo caso omiso a las constantes cortinas de humo que ésta lanzaba para anularla- no ha resultado la esperada. La equivocación que cada cierto tiempo invade nuestros hogares es la que acaba de llegar, a través del hilo telefónico, al santuario de mi intimidad. La voz que casi consigue despertarme de mi indolencia nocturna, preguntaba, con voz insinuante, si estaba Nerea, que Alberto quería hablar con ella. ¡Y yo qué sé si está o no la tal Nerea! ¿Acaso tengo voz de padre protector o de marido ultrajado? ¿Por qué las personas que desean establecer contacto telefónico con alguien determinado no ponen un mínimo de cuidado en marcar el número correcto? ¿Será un medio más a su alcance para ampliar el círculo de amistadas, o será mero descuido?


Decididamente hoy no es mi noche, y si por casualidad ella llamara, no estoy seguro de mostrarme lo suficientemente tolerante. ¡Quién sabe dónde se encontrará en estos momentos! Lo que no pienso tragarme es la excusa de su terrible cansancio, y que la cama reclamaba con insistencia su cuerpo. ¿No se tratará más bien del cuerpo de alguien más lozano que el mío?


Desde que la conozco no he hecho otra cosa que negarme al amor. Mis años de sucesivas experiencias, a veces realmente satisfactorias y otras no tanto, me han enseñado a tomarme las cosas con tranquilidad. Al fin y al cabo, vivir solo tiene sus ventajas, y no estoy del todo convencido de la conveniencia de cambiar nuevamente mis hábitos. Yo soy yo, y ella ya puede ir haciéndose a la idea de que no voy a transformarme por mucho que se empeñe en pedírmelo día tras día.


Pero ¿qué tonterías estoy diciendo? ¿Cuándo me lo ha pedido? Eso es lo extraño, que nunca, al menos hasta ahora, me lo ha sugerido siquiera. Y, pensándolo fríamente, está claro que eso no está dentro de las más elementales normas sociales: en el momento en que chico y chica se conocen, necesariamente se establecen las reglas que todos nos sabemos; cada uno de los elementos de la nueva sociedad intentará, utilizando los más diversos y sutiles medios a su alcance, modificar hábitos, gustos, y hasta opiniones del otro elemento. ¡Si sabré yo de eso!; al fin y al cabo, y aunque esté mal el decirlo, yo también he practicado ese deporte universal. Sin embargo, aquí estoy ahora, constatando el hecho de que semejantes reglas no parecen presentes en mi actual relación. ¿Será debido a que yo ya no soy tan chico, ni ella, por supuesto, tan lo otro?


Ni una sola vez, desde que de una extraña manera unimos nuestros deseos, ella me ha sugerido ni que trabaje menos, ni que tenga cuidado con el exceso de tabaco, ni siquiera, y eso es lo más extraño, que vivamos juntos. Por supuesto yo no aguantaría el continuo piar de sus amigos volátiles; que, por otra parte, no sé como puede permitírselo, teniendo en cuenta sus constantes desplazamientos; pero ella es así, tiene suerte hasta para eso y siempre encuentra a algún/a pringado/a que cuide de su tribu volátil cuando su inquieta cabeza de familia debe ausentarse. Tampoco ella está dispuesta a aguantar mis horas dedicadas a la música New Age, demasiado monótona, dice, para sus oídos. En fin, si no sabe disfrutar de la buena música, allá ella y su mal gusto.


No sé qué me ocurre hoy, pero hasta los sonidos más familiares me sacan de mis casillas. La campana del reloj me ha recordado que haría bien en dejarme de problemas y meterme en la cama de una vez. La campana del reloj, otra cosa que ella no aguantaría, ha conseguido sobresaltarme. Marta asegura que no necesita que nadie le recuerde el paso inexorable, dice ella, ¡será trágica!, del tiempo. No necesitará que nadie se lo recuerde, pero, sin embargo, ahí está el reloj digital que se ajusta a su muñeca, haciendo una obscena disección de los segundos más recónditos. ¡Y yo que creí que causaría su más desatado entusiasmo la posesión de un reloj de esfera perfecta, como Dios manda, que le regalé por no me acuerdo siquiera qué motivo! En fin, está visto que no deja de sorprenderme. Y yo a ella.


Mañana, cuando aparezca por mi oficina y el resto del equipo contemple las delatoras ojeras, habrá más de un comentario sarcástico, atribuyendo mi aspecto al producto de una noche de orgía y desenfreno. Pero si ellos supieran...


* Obra de Dalí

CONTINUARÁ...





A modo de presentación


Después de haberme iniciado en este mundo del blog con temas de tipo espiritual, me gustaría abrir otra ventana en este mundo internáutico, dando a conocer escritos míos sobre diferente temática y estilo.
Me he decidido por un relato con un asunto muy común y que ha sido tratado hasta la saciedad por múltiples autores en todas las épocas: ¡el amor!


En esta ocasión, presento una pequeña historia que irá publicándose de forma seriada, en la que la base central son esos asuntos de pareja que, si no son complicados por sí mismos, suelen encontrar la colaboración de los protagonistas para ir enmarañando una red que podría haber sido un terso tejido.