viernes, 25 de junio de 2010

Una realidad tangible (7)


Durante los primeros años de su empleo consideró que pronto conocería al hombre que le haría desear traer hijos al mundo; claro que, por muchas ilusiones que ella albergara, fue dándose cuenta de que éstas caían en saco roto cuando se enfrentaban con la realidad. Sus amigas se casaban y ella seguía siendo la eterna maravilla para las visitas, y la nunca deseada como perpetua compañía. Y aunque los ardores de su corazón no se apagaran, sí lo hizo la manifestación externa de tanto fuego. Lo que menos podía imaginarse es que veinte años después de su único romance en serio, alguien vendría a alegrarle la madurez. Pero como no todo iba a ser bueno, lógico era pensar que algo oscuro encerraba tan hermosa relación, y ése algo era otra mujer legítimamente comprometida con el susodicho y dos sucesores en el árbol genealógico. Bueno, al menos había contribuido en ese tema tan morboso del adulterio.

Cuando Rosario dio por terminada la larga relación de su vida, y sin solución de continuidad, lanzó al escritor una serie de preguntas que nadie se habría atrevido a hacerle, así, a bote pronto. ¿Por qué se había permitido estrenar su obra El vergel de la prosperidad? ¿Es que no se daba cuenta de que era la peor obra jamás escrita desde... (y ahí nombró a uno de los autores más detestados por ella)? ¿Lo hizo por dinero? ¿Es que no tenía otra cosa mejor que ofrecer? Por otra parte, ¿a qué venía aquello de dar opiniones sobre cualquier tema? ¿Acaso se creía el hombre más sabio de la Tierra? Y sin dar tiempo a que el pobre Padierna se recuperase, la taquillera volvía a atacar sin piedad. ¿Cómo era posible que, una vez alcanzada la celebridad, tan merecida según el parecer de muchos, no se decidiera a ayudar a los nuevos valores? Era bien sabido que el Sr. Padierna ahuyentaba a cualquier escritor en ciernes que se atreviera a acercarse a él. ¿No le daba vergüenza comportarse de una forma tan inhumana? Las preguntas eran tan directas que no había manera de obviarlas. Raúl consideró seriamente que la Srta. Malpica tenía una habilidad especial para el periodismo. Claro que aquella mente albergaba un terrible defecto: no parecía muy dispuesta a someterse a las directrices de nadie para elaborar sus personalísimos interrogatorios, y eso, probablemente, dificultaría su carrera.

Entre sorbo y sorbo, el pobre asediado iba elaborando respuestas, así como estrategias, para salir de aquel cerco que podía estropearle la noche. El camarero les miraba con atención. No todas las noches se veía a una pareja que no se pasaba el brazo por encima del hombro -o bien por la cintura y demás partes apetecibles del cuerpo- del que se encontraba al lado. Y lo que más extrañaba al pobre hombre eran las reiteradas peticiones de copas de vino. ¿Pero era posible que en un lugar así alguien pidiera algo tan tradicional? Y menos mal que había conseguido endosarles uno de marca, porque por ellos bien recibido hubiera sido el más peleón de todos. ¿De dónde habrían salido aquellos dos seres tan extraños al local?


(...)

viernes, 18 de junio de 2010

Una realidad tangible (6)

-Tú, al menos, tienes la experiencia de saber lo que es tener a un ser amado esperándote en casa.
-
¿Quién te asegura a ti que no era yo el que esperaba?
-
¿En los tres matrimonios?
-
¡En los tres! -respondió el maestro de éxito teatral con una aprendida dosis de resignación.
-
Está visto que no supiste escoger.
-
¡Desde luego!
La noche se derramaba como el alcohol por las gargantas de la pareja, y la conversación parecía no languidecer. Raúl Padierna estaba muy interesado en la vida de aquella mujer a la que durante tantos años sólo había visto despachar entradas e intentar cuadrar las cuentas, algo que, según contaban por ahí, no le salía demasiado bien. No podía dejar de someterla a ciertos tópicos y, de acuerdo con ellos, había imaginado la vida de Rosario, como la de la eterna solterona sin ninguna aventura amorosa que salvara de la rutina la estrechez de su vida. Pero se equivocaba.

Es verdad; ella
no se había casado tres veces, como él. Una en Madrid, otra en Lisboa, y otra, cediendo a los gustos exóticos de la tercera mujer que se llevaba honradamente a la cama, en Lahore. Por supuesto que sobre su cama se habían tumbado más cuerpos, pero ésos no pudieron alcanzar el calificativo de legales. Rosario Malpica, sin embargo, había experimentado el amor en más ocasiones de las que su acompañante de aquella noche podía haber imaginado. Claro que una cosa era disfrutar del sentimiento y otra muy distinta asistir a su realización. Para hacer honor a la verdad, el segundo caso se había dado en muy contadas ocasiones: exactamente dos. La primera tuvo lugar cuando ella contaba veinte años. Para la segunda debieron transcurrir bastantes años más, y a los cuarenta cedió nuevamente a los impulsos primaverales.

Rosario
Malpica estaba decidida a hablar. Para ello no tuvo más que beberse otra copa, después de las dos primeras, y echar un vistazo al ambiente que los rodeaba. Por el flanco derecho, parejas enroscadas besuqueándose con escaso rubor. Por el izquierdo, más parejas enroscadas. Al frente, y como para dar un toque de contraste, un grupo de mujeres solas que, probablemente, suspiraba por estrechar los brazos del otro grupo de hombres solos que se encontraban en el otro extremo y que les dirigían miradas libidinosas sin que, ni ellos ni ellas, lanzaran una pierna delante de la otra y se decidieran a cambiar el ritmo de la noche. Ante tal espectáculo, la lengua de Rosario se desató, provocando el agrado de su pareja nocturna. Y es que, después de tres meses de tener que hablar con todo el que le circundara sobre cualquier tema imaginable, escuchar la voz de la taquillera constituía todo un placer. Ésta le contó su vida con la habilidad de una gran novelista. En cada pasaje de la misma incluía algún nuevo matiz; unos capítulos resultaban más propicios para el humor, otros para la melancolía, otros incitaban más a la reflexión; y cualquiera de ellos mantenía el interés de Raúl Padierna.

Rosario le habló de la escasa vistosidad de su cuerpo, no sólo de la cintura, piernas o precisos atributos femeninos, sino de su rostro. Ella nunca había sido guapa, y no era la única en
considerarse falta de atractivo pues, para certificar su opinión, nadie ponía los ojos en ella. De todas formas eso no le impidió dar rienda suelta a su imaginación y verse correspondida en sus afectos por todo muchacho en el que ponía ella sus núbiles ojos. Eso sí, para que algún elemento del sexo contrario respondiera de forma efectiva a sus reclamos hubieron de transcurrir veinte años desde su nacimiento. Y como recordaba ahora, entre sorbo y sorbo de vino rojo como la sangre, fue bonito mientras duró; claro que no le hubiera importado nada que la materialización de su aventura amorosa se prolongara un poquito más de lo que lo hizo aquella primera. En fin, ¡qué se le iba a hacer!

Entre desengaño y desengaño, su padre, que tenía un amigo, que a su vez tenía otro amigo bien relacionado en el Candilejas, consiguieron entre unos y otros un puesto con el que podría ganarse la vida la joven Rosario. Y ya que los príncipes escaseaban, y los azules muchísimo más, se dedicó a la honrada empresa de ganarse las habichuelas día tras día, despachando las entradas que conducían a mundos mágicos, si no más bonitos que el suyo real, al menos distintos.

(...)


viernes, 11 de junio de 2010

Una realidad tangible (5)


-¿Y tú eres de aquí, Rosario?
-Sí. Soy uno de esos raros especímenes que escasean en la capital. Yo nací en el Foro.
-Pues eso debe imprimir carácter. Yo no tengo la experiencia de la patria propia.
-Para serte sincera, Raúl, ése es un tema que nunca me ha interesado.

Rosario recalcó bien el tuteo, así como el nombre propio. Ya antes de salir de su eterno cuchitril se había pertrechado con sus armas de matar, y no estaba dispuesta a desfallecer ahora.

Raúl dudaba. No sabía si lo más conveniente era hablar de él, o bien interesarse por la vida de ella, pues ambas estrategias encerraban sus propios riesgos; si se decidía por lo primero, podría ser considerado como un inveterado ególatra, algo que no ayudaría mucho al engrandecimiento de su buena imagen; pero si, por el contrario, se decidía a internarse por los caminos que le condujeran a la vida privada de su compañera, su simple interés podría tergiversarse y terminar siendo considerado como una vergonzosa intrusión en zona prohibida.

En estas dudas estaba cuando Rosario decidió entrar al quite. Desde luego que ella estaba dispuesta a no perder la oportunidad que se le ofrecía de disfrutar con la compañía de un hombre como Raúl Padierna.
-¿Y es cierto eso de que actualmente vives solo?
La pregunta, así, de sopetón, dejó a Raúl sin posibilidad de respuesta. Apenas reconocía a la taquillera del Candilejas. Parecía mentira lo que podía conseguirse con un simple cambio de escenario. Si no conseguía otra cosa, al menos se llevaría nuevas ideas teatrales de aquella noche. Cuando la inventiva se le resistiera, cambiaría a sus personajes de escenario, y seguro que la intensidad de la historia resurgiría nuevamente.
-Pues sí. Ya ves. Vivo solo. ¿Y tú?
-¿Y eso por qué?
-¿Cómo que por qué?
-Que por qué vives solo.
-Pero bueno, Rosario, ¿es que tú no contestas a las preguntas que te hacen?
-Pues según me convenga. Pero es que yo pregunté primero.
-¡Ah! Eso es muy cierto, muy cierto.
-¿Y bien?
-¿Bien qué?
-Lo de la soledad. ¿Por qué?
-Francamente, ni yo mismo lo sé. Supongo que derroché demasiadas ilusiones.
-Probablemente lo que ocurra es que tres matrimonios sean demasiados.
-Quizás.
-Y ninguno, demasiado poco -reflexionó Rosario en voz alta.
-¿Nunca te casaste?
- No.
-¿Y por qué?
Rosario se quedó mirando el color del escaso vino que quedaba en su vaso. La respuesta exigía la suficiente elaboración para no ser considerada por su acompañante como la resignada solterona, ni la diablesa rompecorazones que, ¡para qué engañarse!, nunca había sido.
-Pues, la verdad, yo tampoco tengo respuesta.

Si se habían decidido por el camino de las confidencias, se hacía evidente que estaba resultando un completo fracaso. Ninguno de los dos daba respuestas. Y lo más grave no era el que no quisieran darlas, sino algo mucho más patético, que no conseguían encontrar las razones, por más que rebuscaban en su interior. Quién podía saber el porqué de las cosas; éstas simplemente eran y, se pusiera uno como se pusiera, se hacían inamovibles.


(...)



viernes, 4 de junio de 2010

Una realidad tangible (4)


La taquillera del Candilejas llevaba allí casi tanto tiempo como los cimientos del teatro. Nunca había tenido otra ocupación que aquella, y su ambiente laboral se reducía a un pequeño cuchitril y un muchísimo más reducido cuadrilátero de vidrio que la ponía en contacto con el público. Cuando quería ampliar el escenario de su actuación, se introducía en el patio de butacas, y allí, en un rincón, se dejaba ensoñar por los mil y un problemas que actores, mejores y peores, se dedicaban a exhibir ante un público ávido de emociones.
-¿Y tú no te aburres de estar aquí todos los días, Rosario?
-Pues a veces sí, y a veces no. Pero es que no consigo vencer la costumbre de comer todos los días, y como no tengo ningún tío rico en América, pues ya ve, Sr. Padierna..., quiero decir, Raúl...
-¿Y nunca has pensado en cambiar de trabajo?
-Tanto como cambiar de trabajo no, pero sí en cambiar de situación. La idea que yo tenía es que alguno de esos actores guapísimos se fijaría en mí y me pondría piso; pero ya ves, yo creo que ni se han enterado de mi existencia, porque si no, es que no se comprende, ya que con mi planta...
Padierna admiraba el humor de aquella mujer ajada que sabía sonreír a la vida.
-Eso te pasa por pensar en actores guaperas. Tenías que haberte conformado con algún viejo director. Todavía estás a tiempo, mujer. Inténtalo. Te ofrezco la oportunidad de conquistarme.
Rosario no pudo contener una carcajada que lanzó sin ningún tipo de recato. Ni él ni ella sabían la verdad que podían encerrar las palabras antes dichas, pero la posibilidad de tomar una copa fuera del Candilejas no era una idea del todo mala. Los dos cogidos del brazo, como las parejas de las películas antiguas, salieron a respirar el aire de la noche madrileña.


Raúl Padierna había acudido muchas veces a lo largo de su vida al Candilejas, unas veces lo había hecho como simple espectador, mientras que en otras ocasiones se había establecido una intensa relación laboral. Y qué decir de Rosario Malpica. Ella también lo frecuentaba. En realidad lo de ella había sido una relación mucho más frecuente, aunque nadie podría asegurar si más intensa. Sin embargo, en el espacio que ocupaban aquellos años, ninguno de los dos había salido nunca a tomar una copa juntos. Por supuesto un encuentro semejante era del todo impensable. ¿A quién se le podría ocurrir que un autor de éxito pusiera sus ojos en una humilde taquillera? El efecto contrario, aunque fuera sólo en la imaginación, sí que se daba, la experiencia lo demostraba, pero una cosa era el deseo, y otra muy distinta que éste se hiciera real.

Los años, los desengaños y sabe Dios qué otras zarangainas habían obrado para que Raúl Padierna se insinuara. La verdad es que ni siquiera se había insinuado, lo único que había hecho era abrir un poquito más la puerta de su intimidad y lanzar algo así como un reto al que la coquetería que la señorita Malpica albergaba en un extremo oblicuo de su corazón no tardó en responder. A sus años, ya poco le importaban los convencionalismos; lo único que quería era disfrutar de algo, y había que admitir que, por mucho que rondara los setenta, el tal Padierna seguía teniendo una distinción que no conseguía aplacarse.

(...)