domingo, 24 de octubre de 2010

Quiénes somos los seres humanos - 2

Además de las indagaciones sobre qué es el hombre, basadas en comparaciones con seres a los que no podemos preguntar ya que no compartimos un lenguaje común, buscamos incansablemente ese elemento que nos “convierte” en seres humanos. La búsqueda de ese elemento transformador tiene muchos parecidos con la de la piedra filosofal de los alquimistas. Quizá algún día lo encontremos, pero por el momento no parece haberse dado el descubrimiento definitivo, y seguimos suscitando miles de debates en defensa de lo que nos hace realmente humanos.

Por si no fuera suficiente la búsqueda de ese elemento transformador que nos es desconocido, los estudiosos de diferentes ramas del saber se afanan en encontrar aún más diferencias que establezcan el límite entre los humanos y los que no lo son, y entre éstas destacan la conciencia que tiene el hombre de su propia identidad. Sobre este punto no voy a extenderme más pues, que se sepa, nadie ha podido preguntar al orangután si tiene o no conciencia de sí mismo.

Otra señal que por lo visto nos identifica y sobre todo nos hace diferentes es que nos sentimos miembros de una sociedad de iguales. Bueno, podría ser; pero tampoco hemos preguntado sobre este particular a los leopardos, que me parece que sí se sienten miembros de una comunidad, la suya. Y aquí surge nuevamente el gran interrogante que se plantea con respecto a los niños salvajes: ¿tienen conciencia de su propia identidad?; ¿se sienten miembros de una unidad social?

Toda esta discusión que se desarrolló sobre la posible humanidad o falta de ella en los niños salvajes, me recuerda a aquellos tiempos más lejanos en los que los europeos se preguntaban si aquellos seres nacidos en el continente recientemente descubierto y al que terminó por llamarse América tenían o no alma.

Los niños salvajes excitaban la curiosidad; ellos podían ofrecer respuestas sobre lo que hay detrás del desarrollo humano. El problema, sin embargo, surgía cuando esas respuestas no ayudaban a engrosar la vanidad humana; de esta manera, si los niños nos advertían de ciertos rasgos de animalidad, era mejor olvidarse del asunto y declararlos sencillamente deficientes, seres que por sus características personales (que no de especie) no podían acceder al progreso para el que sin duda cualquier ser humano “normal” está bien equipado.

Con esto llegamos a otro gran debate, el de si los seres humanos contamos con unas determinadas características innatas que permiten nuestro desarrollo o si por el contrario somos una especie de página en blanco dispuesta a dejarse escribir por las experiencias. Una vez más la disyuntiva: o blanco o negro. Otra vez esa obcecación con el análisis llevado a sus últimas consecuencias, de la preeminencia de la disección sobre la globalidad.

Menos mal que hay quienes nos dicen que el progreso humano se debe a varios factores unidos, en lugar de a diversos factores actuando por su cuenta. Por una parte estarían esas características innatas que además precisarían de estímulos adecuados para poderse desarrollar. Por otra, también hay que destacar la importancia del aprendizaje conseguido a través de la experimentación. Y, por último, no podemos descartar el lugar importantísimo que tiene el proceso creativo en nuestra vida.