jueves, 15 de julio de 2010

Una realidad tangible (10 y final)


Hoy Raúl Padierna era un hombre homenajeado, constantemente entrevistado, reconocido entre el pueblo como alguien digno de todo respeto. En cuanto a si había conseguido la felicidad, no estaba muy seguro de ello; pero de lo que no le cabía duda es de que, de alguna forma, se había salido con la suya. Ya nadie luchaba por arrebatarle sus muchas y variadas visiones de la vida que exhibía por medio de las actuaciones de sus numerosos personajes.

-Yo no tengo ese talento. Y es una pena. Pero me aprovecho de ti.
-¿Cómo es eso? -preguntó un tanto a la defensiva el maduro escritor.

-Leo lo que escribes. Ya ves; sin necesidad de esforzarme demasiado, me deleito con lo que escribes. Yo no necesito pelearme con las musas: tengo el trabajo hecho.
El ambiente que les rodeaba empezaba a ser demasiado deprimente, y Rosario quería disfrutar de la noche. Necesitaba salir de allí. Quizá ya había dejado de llover y todavía podrían permitirse el placer de caminar sobre aceras recién mojadas. Tuvo suerte la taquillera pues su deseo se cumplió. Las nubes se habían puesto a dormir y parecían dispuestas a dejar que la pareja disfrutara de la noche.
-Oye, Rosario, ¿y tú que esperas todavía de la vida?
-Vaya pregunta más filosófica. ¡Yo qué sé!
-Vamos, no te evadas. Nos hemos contado nuestras vidas. Ahora no estaría de más hablar de nuestros proyectos.

Rosario reflexionó durante unos instantes, y después, adquiriendo viveza a medida que sus palabras salían al exterior, contestó a su interlocutor.
-Yo espero mucho todavía. Pero te voy a decir lo que más deseo en este momento.
-¿Qué?
-Aprisionar, aunque sea durante unos instantes, lo hermoso que encuentro a mi alrededor.
- ¿Por ejemplo?
- ¡Tú!
Rosario fue la primera que se sorprendió al decir tales palabras. ¿Cómo era posible que una mujer educada para nunca tener la iniciativa expresara deseos tan comprometidos? Ella siempre había permanecido a la espera de todo. Cuando iba a la Seguridad Social se conformaba con el médico que le asignaban. Cuando le ofrecieron el trabajo que ahora disfrutaba, no puso ningún tipo de condiciones. Cuando se enamoró perdidamente del policía que patrullaba la zona, y que de vez en cuando se paraba a charlar con ella, nunca se le ocurrió hacérselo saber. Y lo peor de todo, es que la mala pécora de Berta, también le echó el ojo, pero ella sí que había sabido cazar al policía.

Tampoco podía olvidar la vez que el joven e inexperto -que todo hay que decirlo- Roberto le dio el primer beso de su vida, ella no había opuesto resistencia; lo malo es que el muchacho no repitió con ella, yendo a hacerlo con la chica más insulsa del barrio. ¡Pero qué habría visto en ella!

Y cuando Mario le propuso lo de vivir juntos, olvidándose de que ya tenía mujer además de los hijos subsiguientes, tampoco se negó; entonces, ¿por qué se deshizo todo antes de dejar siquiera que empezara? Estaba claro que no podía seguir así. Alguna vez tenía que hablar ella en primer lugar. Y precisamente había elegido una noche como aquella para soltarse la melena.

Raúl no paraba de mirar a la recién descubierta Rosario. No cabía duda, allí estaban los dos sin saber qué hacer. Y estaba claro que algo había que hacer.

Un taxi vino a despertar a la pareja de su ensimismamiento. Raúl levantó la mano, ante la enorme decepción de Rosario. Galantemente cedió el paso a la dama y, una vez dentro, antes de indicar al conductor la dirección de destino, Raúl preguntó a la desconcertada Srta. Malpica.
- ¿A tu casa o a la mía?

FIN


jueves, 8 de julio de 2010

Una realidad tangible (9)


- Oye, Rosario, ¿y tú, cómo puedes aguantar durante tantos años la rutina de tu trabajo?
- Bien mirado, todo es rutina. Tú siempre escribes.
- Sí, pero con variaciones. Además, mis obras se representan en diferentes teatros, con otros actores, público diverso. Ah, y no olvides lo de mis conferencias. Yo, como la gitana de la falsa moneda, aunque más modernizada, voy de aquí para allá utilizando cualquier bicho alado que se presente.
- Sí, supongo que, vista desde fuera, mi vida puede parecer aburrida. Pero ¡qué quieres!Serán cosas del destino, digo yo.

Raúl, después de quedarse un rato en silencio y siguiendo un sistema de hilación que tan sólo él podría explicarse, sorprendió a Rosario dando una nueva dirección a la agradable charla que ambos sostenían.
- ¿Sabes, Rosario? Es curioso pero, después de tantos éxitos, apenas sé lo que es disfrutar de la estabilidad de eso que llaman hogar y que se traduce en la posesión de una vivienda propia.

Ante el asombro de Rosario, Raúl le explicó lo que había sido el sueño de toda su vida. Tener una casa propia. No necesitar desplazarse más en la vida. Desde pequeño, sus padres, por los avatares del destino, se habían visto precisados a mudar de población quizá con excesiva frecuencia. Raúl, en su niñez, y luego en su adolescencia, nunca experimentó la permanencia del hogar, entendiendo éste como algo material, pues en su faceta, digamos espiritual, el hogar era algo que siempre llevaban a cuestas sus padres y hermanos, abuela incluida.

Sin embargo, cuando el cabeza de familia consiguió asentarse de forma definitiva, y para sorpresa del propio Raúl, una vez comprobó que -transcurrido un tiempo prudencial- nadie empaquetaba maletas, empezó a sentir una especie de desasosiego que todavía ahora, en su ya más que sobrepasada madurez, seguía experimentando. Quizá fuera aquella necesidad de continuo cambio lo que le hacía mantener las maletas en el lugar más accesible de su casa de Madrid, y lo que le había obligado a variar de domicilio cada cierto tiempo.

Eso sí, la necesidad de un sentimiento de permanencia le obligaba a llevarse consigo, cada vez que una nueva mudanza amenazaba con desestabilizar la rutina de Raúl, el eterno sillón, de suave tejido, del que nunca se separaba. Ya había necesitado varias tapicerías nuevas, pero, por mucho que variara el diseño, lo acogedor del tacto permanecía inalterable.

Raúl estaba en vena. Las confidencias se habían desatado, y la necesidad de materializar los pensamientos y darles vida con su aliento, le hizo hablar y hablar, en una especia de monólogo de Shakespeare del que Rosario era el público inherente a cualquier representación que se preciara de algún valor. Raúl explicó cómo la insatisfacción que le causaba el sedentarismo recién adquirido de su familia le llevó a forjar en su imaginación mil y una aventuras que, con el paso del tiempo, fueron dibujando los folios que caían en manos del insatisfecho joven. En su mente surgían todas las vidas que a él le hubiera gustado vivir. Pronto, hasta la noches se llenaron de sueños conscientes; sueños que luego quedaban impresos en nuevas páginas. Así empezó su carrera y así descubrió su vocación.
- ¿La de escritor? -Preguntó Rosario, creyendo haber dado en el clavo.
- La de vividor.
Y Raúl silabeó cuidadosamente la palabra. Vividor en su más amplio sentido. Ya joven llegó a la conclusión de que él no reunía todas las características que podrían conducirle a llevar, en la realidad, las mil y una vidas que su fogosa inmadurez imaginaba. Escribir, interpretar. Esas dos facetas culturales atraían su atención. Por supuesto, una familia como la suya no iba a propiciar la carrera de actor teatral para uno de sus hijos, así que, decidió aceptar aquello que le ofrecieran con tal de que no le quitasen lo esencial: su fértil imaginación.

(...)


jueves, 1 de julio de 2010

Una realidad tangible (8)


DESDE LUEGO QUE el cielo había elegido un mal momento para acabar con los devastadores efectos de la sequía. Justo en el momento en que la pareja salía del local y emprendía un agradable paseo, unas nubes que con toda seguridad, en el caso de que pudieran verse, eran negras, descargaron todo su disgusto sobre ellos. Rosario tenía la costumbre de acudir al trabajo sin la compañía del coche que reservaba para un número muy escaso de desplazamientos. El tráfico y los problemas de aparcamiento habían decidido a la mujer a disponer de su automóvil como de un objeto de museo que se exhibe a los amigos de vez en cuando, y se somete a revisiones periódicas para certificar su existencia. En cuanto a Raúl, él siempre se había negado a presentarse a un examen para demostrar que estaba igual de capacitado que los demás para matar a pobres viandantes que circularan desprevenidos por las calles de la ciudad. Así las cosas, sólo quedaban dos soluciones, o cogían un taxi, o se metían en el local contiguo y dejaban que el tiempo transcurriera entre conversación y sorbos de placentera bebida hasta que la intensidad del aguacero fuera disminuyendo. Y fue esta segunda opción la que ganó la partida.

El establecimiento que les serviría de refugio era uno de tantos cuya mejor calificación podría encerrarse en la palabra "cutre". Francamente, Rosario no hubiera hecho ascos a que el director y autor teatral que la acompañaba se dejase los cuartos en uno de esos lugares donde casi hay un camarero por persona, pendiente hasta el extremo de cada una de las necesidades del cliente que le hubiera sido adjudicado. Era cierto que la entrada en semejante tugurio obedecía a la precipitada decisión de continuar juntos, decisión propiciada por la intensa lluvia, pero ya era lástima no encontrarse al lado de una elegante sala de fiestas. Además, volver al lugar donde escasos minutos antes habían sido despedidos con estudiadas sonrisas parecía en cierto modo humillante. Por otra parte, con más frecuencia de la deseada por sus acompañantes, Raúl Padierna disfrutaba mucho de semejantes establecimientos, fuente de inspiración para él, debido a los extraños personajes que solían albergar. En fin, bien pudiera suceder que la noche pasada allí con Rosario Malpica sirviera a Raúl Padierna de punto de arranque para una nueva y, por descontado, aplaudida obra.

Con el discurrir de la noche, las confidencias iban menudeando entre la pareja. Ya no se trataba de avasallar al otro con un sinnúmero de cuestiones que en alguno de los casos podían considerarse hasta impertinentes. Tampoco tenían necesidad de relatar sus propias frustraciones utilizando un tono superficial a modo de coraza defensiva. No; entre ellos se había establecido un ambiente que destilaba un cierto calor de hogar que hacía que las palabras se enlazaran unas con otras buscando el regazo de aquel o aquella que escuchaba. Desde luego que la vida nunca para de dar sorpresas. ¿Quién podría imaginar que los más íntimos pensamientos pudieran ser compartidos con alguien con el que sólo nos une, en principio, el hecho de participar de una misma naturaleza humana?

Raúl hablaba con gusto. No se sentía obligado a hacerlo, y eso era lo que facilitaba su locuacidad. Además, comprendía que la compañía de aquella noche no buscaba nada de él, y que ambos se conformaban tan sólo con pasar un buen rato juntos. Los dos llevaban caminado mucho por la vida y, finalmente, habían descubierto el placer de los encuentros.

Rosario Malpica había asistido a demasiados altercados en el teatro, en muchos de los cuales el apasionado Padierna participaba sin ningún tipo de límite pudoroso, como para que el afamado autor y director tuviera que andarse con remilgos ahora, semejando algo parecido a un dios del Olimpo o bien a un enfant terrible, según los casos. Sólo tenía que dejarse llevar por la solicitud de la noche y mostrarse tal cual era; ella no iba a exigirle más.

(...)