viernes, 28 de mayo de 2010

Una realidad tangible (3)


LLEGADA LA NOCHE, dirigió sus pasos hacia el teatro donde había quedado representándose su última obra, de gran éxito según se había augurado desde el principio. La gira americana, que interrumpiera el contacto con la materialización de su obra, había supuesto, entre otras cosas, una especie de liberación. Durante casi un año se las había tenido que ver, día tras día, con unos papeles que no conseguían reflejar adecuadamente el alcance de sus sueños. Luego había venido todo aquello de las discusiones con empresarios teatrales, productores, actores, tramoyistas, limpiadoras, periodistas, agentes y demás calaña, que algunas veces suponían un problema añadido a su maltrecha psicología. Ahora, al regreso, quería comprobar in situ los resultados de su obra creadora.

Para ello no se le ocurrió nada mejor que acercarse a la taqu
illa del teatro. No quería abusar de su condición de autor y director de la obra en cartel, y le hacía ilusión comprar un entrada que le permitiera el acceso al local. Con esa voz socarrona que de forma instintiva le surgía cuando se dirigía a Rosario, la taquillera del Candilejas, le pidió una, si es que a aquellas alturas de la noche todavía podía hallarse algún hueco en el graderío.

-Para usted se fabrica, Sr. Padierna -rió de buena gana la mujer, excesivamente maquillada, y a punto de franquear la frontera que aún la mantenía en la cincuentena-. De todas formas, no hay necesidad de que se deje los cuartos aquí. ¿Por qué no utiliza la entrada de artistas ? -

-¿De verdad cree usted que me he ganado el derecho a entrar por ella?

Raúl Padierna era así. No acababa de creerse que se encontraba entre los hombres de letras a los que se les paga por serlo.

Una vez dentro del local, se dispuso a disfrutar de la obra, sin agriarse el carácter buscando defectos a diestro y siniestro. Pero lo cierto era que no hacía falta buscarlos, porque allí estaban ellos sin necesidad de tener que escudriñar demasiado. ¿Qué habían hecho con su obra? ¿Para tal fiasco había tenido que bregar durante todo un año en completa soledad, había luchado contra todo tipo de obstáculos entre el siguiente medio año, había despertado varias veces su maltrecha úlcera mientras duraron los ensayos, y había tenido que soportar estoicamente las angustias del maldito estreno con sus ulteriores consecuencias, puestas en la palestra por medio de diversas críticas de mejor o peor tono?

El autor, y mucho más el director, estaba realmente enfurecido. Aquellos actores y actrices que tres meses atrás celebraban los aciertos de su guía, se habían confabulado contra él y añadían morcilla tras morcilla a un texto tan cuidado como el suyo. Nada de lo que en un principio dijera había quedado indemne. El espíritu de la obra se había volatilizado y Raúl Padierna consideró seriamente que ni el paso de un huracán podría haber causado tantos destrozos sobre sus trabajados folios.

El enfado iba subiendo en tan gran escala que, poniéndose en pie, se lanzó furioso al exterior. El acomodador -que de acuerdo con su función, pero cambiando algo las tornas, se encontraba acomodado en uno de los sofás de la entrada- quiso contemporizar con el autor y, ofreciéndole un cigarrillo, le dirigió una sonrisa de satisfacción a la que unió alguna que otra palabra.
-Todo un éxito, Sr. Padierna, todo un éxito. Ya se lo decía yo.
A Raúl sólo le faltaba llorar, pero demasiado había sufrido en la vida como para que las lágrimas secas se reblandecieran precisamente ahora. Así que se conformó con lanzar una mirada llena de fuego devorador a su complaciente interlocutor, quien, no sabiendo qué hacer, se volvió al sofá que lo esperaba impasible.

¡Un éxito! Pero un éxito de quién. ¿Del autor? ¿Del director? ¿De aquel atajo de traidores que, creyendo ennoblecer el arte, se habían permitido tergiversar toda la obra? Como en tantas otras ocasiones pasadas, Raúl se acercó a Rosario, la taquillera, arrastrando consigo ese gesto de guerrero vencido tan hecho a su medida.
-¿Y qué, Rosario, qué le parece esta amputación?
-¿Qué quiere que yo le diga, Sr. Padierna? He visto la obra alguna que otra vez, y lo único que puedo decirle es que nunca es la misma. ¡Me gustaría saber cuál de ellas es la que escribió usted!
-¡Vergonzoso! Uno se ausenta durante unos momentos, y a su vuelta, ¿qué se encuentra?
-Perdone que le contradiga, pero esos momentos de los que usted habla, creo que fueron tres meses.
-¡Y eso qué importa! ¡Qué más dará un minuto más o un minuto menos!
La combinación del enfado con el humo del tabaco provocaron una pertinaz tos que congestionó el rostro del vejado autor.
-No le vendría mal seguir la moda y dejar de fumar, Sr. Padierna. Fíjese lo mal que le sienta.
-Oiga, Rosario, y digo yo ¿por qué no apea al tratamiento? Hace muchos años que nos conocemos y es que no hay forma de que me llame Raúl. ¡Con lo bonito que es mi nombre!
-Pues no sé. Supongo que son los efectos de una educación trasnochada.
-¡Venga mujer! Que mucho ha llovido en esta tierra para que usted no se decida a saltarse alguna que otra norma.

Rosario no estaba muy segura de tener la capacidad de olvidar tantos años de tratamiento, pero prometió que lo intentaría.

(...)


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha gustado, me gustan estos personajes.
Besos

María Fernanda Buhigas Patiño dijo...

Muchas gracias, Ana. Besitos y buen fin de semana