DESDE LUEGO QUE el cielo había elegido un mal momento para acabar con los devastadores efectos de la sequía. Justo en el momento en que la pareja salía del local y emprendía un agradable paseo, unas nubes que con toda seguridad, en el caso de que pudieran verse, eran negras, descargaron todo su disgusto sobre ellos. Rosario tenía la costumbre de acudir al trabajo sin la compañía del coche que reservaba para un número muy escaso de desplazamientos. El tráfico y los problemas de aparcamiento habían decidido a la mujer a disponer de su automóvil como de un objeto de museo que se exhibe a los amigos de vez en cuando, y se somete a revisiones periódicas para certificar su existencia. En cuanto a Raúl, él siempre se había negado a presentarse a un examen para demostrar que estaba igual de capacitado que los demás para matar a pobres viandantes que circularan desprevenidos por las calles de la ciudad. Así las cosas, sólo quedaban dos soluciones, o cogían un taxi, o se metían en el local contiguo y dejaban que el tiempo transcurriera entre conversación y sorbos de placentera bebida hasta que la intensidad del aguacero fuera disminuyendo. Y fue esta segunda opción la que ganó la partida.
El establecimiento que les serviría de refugio era uno de tantos cuya mejor calificación podría encerrarse en la palabra "cutre". Francamente, Rosario no hubiera hecho ascos a que el director y autor teatral que la acompañaba se dejase los cuartos en uno de esos lugares donde casi hay un camarero por persona, pendiente hasta el extremo de cada una de las necesidades del cliente que le hubiera sido adjudicado. Era cierto que la entrada en semejante tugurio obedecía a la precipitada decisión de continuar juntos, decisión propiciada por la intensa lluvia, pero ya era lástima no encontrarse al lado de una elegante sala de fiestas. Además, volver al lugar donde escasos minutos antes habían sido despedidos con estudiadas sonrisas parecía en cierto modo humillante. Por otra parte, con más frecuencia de la deseada por sus acompañantes, Raúl Padierna disfrutaba mucho de semejantes establecimientos, fuente de inspiración para él, debido a los extraños personajes que solían albergar. En fin, bien pudiera suceder que la noche pasada allí con Rosario Malpica sirviera a Raúl Padierna de punto de arranque para una nueva y, por descontado, aplaudida obra.
Con el discurrir de la noche, las confidencias iban menudeando entre la pareja. Ya no se trataba de avasallar al otro con un sinnúmero de cuestiones que en alguno de los casos podían considerarse hasta impertinentes. Tampoco tenían necesidad de relatar sus propias frustraciones utilizando un tono superficial a modo de coraza defensiva. No; entre ellos se había establecido un ambiente que destilaba un cierto calor de hogar que hacía que las palabras se enlazaran unas con otras buscando el regazo de aquel o aquella que escuchaba. Desde luego que la vida nunca para de dar sorpresas. ¿Quién podría imaginar que los más íntimos pensamientos pudieran ser compartidos con alguien con el que sólo nos une, en principio, el hecho de participar de una misma naturaleza humana?
Raúl hablaba con gusto. No se sentía obligado a hacerlo, y eso era lo que facilitaba su locuacidad. Además, comprendía que la compañía de aquella noche no buscaba nada de él, y que ambos se conformaban tan sólo con pasar un buen rato juntos. Los dos llevaban caminado mucho por la vida y, finalmente, habían descubierto el placer de los encuentros.
Rosario Malpica había asistido a demasiados altercados en el teatro, en muchos de los cuales el apasionado Padierna participaba sin ningún tipo de límite pudoroso, como para que el afamado autor y director tuviera que andarse con remilgos ahora, semejando algo parecido a un dios del Olimpo o bien a un enfant terrible, según los casos. Sólo tenía que dejarse llevar por la solicitud de la noche y mostrarse tal cual era; ella no iba a exigirle más.
Raúl hablaba con gusto. No se sentía obligado a hacerlo, y eso era lo que facilitaba su locuacidad. Además, comprendía que la compañía de aquella noche no buscaba nada de él, y que ambos se conformaban tan sólo con pasar un buen rato juntos. Los dos llevaban caminado mucho por la vida y, finalmente, habían descubierto el placer de los encuentros.
Rosario Malpica había asistido a demasiados altercados en el teatro, en muchos de los cuales el apasionado Padierna participaba sin ningún tipo de límite pudoroso, como para que el afamado autor y director tuviera que andarse con remilgos ahora, semejando algo parecido a un dios del Olimpo o bien a un enfant terrible, según los casos. Sólo tenía que dejarse llevar por la solicitud de la noche y mostrarse tal cual era; ella no iba a exigirle más.
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