Teo
¡Me echaba de menos! Eso era esta mañana, cuando tanto ella como yo debíamos estar inmersos en nuestros trabajos, alejando de nosotros cualquier problema ajeno a nuestro quehacer. Sin embargo, justo cuando me decido a ofrecerle compañía, materializando tal deseo a través del hilo telefónico, doña Marta no se encuentra en su habitación. ¿Y qué puede estar haciendo esta mujer en un pueblo perdido de los Pirineos? Sin duda, no se trata de la mejor hora para practicar el montañismo, y lo de un rodaje nocturno no me lo trago.
¡Qué curioso resulta todo! Esta mañana me sentía acorralado. ¿Y todo por qué? Por el hecho aterrador de que la mujer que enciende un extraño fuego en mi corazón empezara a lanzar insinuantes sugerencias, transgrediendo mis más elementales maneras de actuar cómo y cuando me da a mí la gana. Ahora, cuando la aguja pequeña del reloj ha dado doce vueltas a la esfera que la contiene, aquí estoy yo, preguntándome en silencio lo que estará haciendo Marta. Después de todo, quizá no fuera tan mala idea ésa de desplazarme a las montañas el fin de semana. Así ella se daría cuenta de que también yo tengo un espíritu romántico cuando quiero.
¡Marta! La primera noche que hicimos el amor no me atreví a pronunciar su nombre en voz alta. Nada hay más descorazonador que articular un nombre equivocado, y en una primera noche no existe la práctica necesaria para dejar que el nombre apropiado surja mecánicamente. Sin embargo ella no tuvo reparo alguno en silabear el mío en su espantosa totalidad: ¡Domiciano Teobaldo! Desde los jesuitas, nadie se había dirigido a mí en esta forma. En la fiesta, y por aquello de hablar de algo, le había explicado a Marta el origen desgraciado de mi nombre. Todo fue debido al carácter de jugador empedernido que tenía mi padre. En una noche de póker descubierto, en el que mi progenitor se entregaba con vehemencia a los bandazos del azar, además del fajo correspondiente de billetes, a mi padre no se le ocurrió apostarse mejor cosa que el nombre propio de su primogénito. Y como, entre sus muchos defectos, no se encontraba el de faltar a su palabra, ahí estoy yo como resultado de tan noble proceder. Lo que no entiendo es cómo esta mujer pudo emplear con total naturalidad aquellos dos vocablos en tan romántico momento. En fin, con el tiempo he llegado a acostumbrarme a estas cosas de Marta, aunque debo admitir que nuestra primera noche de pasión estuvo a punto de naufragar cuando, entre gemido y gemido, ella susurró mi estentóreo nombre.
Es curioso pero, a pesar de mis muchas ocupaciones, no consigo desligarme de ese sentimiento misterioso que me une a una mujer cuya piel posee la característica de transmitir corrientes eléctricas a las partes más recónditas de mi cuerpo. Hasta ahora creo que he experimentado todo tipo de emociones con las mujeres que han ido apareciendo por mi vida. Desde la pasión arrolladora, hasta el más puro y duro sexo, pasando por situaciones de ternura, cariño y lo que he llegado a considerar como verdadero amor.
La relación con Marta empezó como respuesta a un momento de necesidad y como producto de una cierta admiración. Lo que más me gustó de ella fue su escasa disposición a agradar si en realidad no compartía lo que en la reunión se podía estar discutiendo. Se notaba a primera vista que no era mujer que necesitara bailarle el agua a nadie para salir adelante; cosa que parecía ir consiguiendo, de forma muy adecuada. Cuando uno se halla a medio camino entre la cuarentena y la cincuentena, resulta altamente gratificante ser el objeto de deseo de una veinteañera, a ser posible con buenos elementos esculturales; pero, para hacer honor a la verdad, el encuentro con una persona del sexo contrario, que comparta en su memoria las mismas décadas pasadas, tiene también su aliciente.
Por otra parte, y quizá debido a esa escasa estatura que la acompaña, es una mujer físicamente más joven de lo que asegura su carnet de identidad. La provocación, que había sido la característica que nos uniera en nuestros dos primeros encuentros, fue la que, de forma totalmente desprovista de premeditación, nos fue empujando a una situación que ninguno de los dos preveímos a tiempo. Tan sorprendente ha sido nuestro extraño acoplamiento, que nunca se nos ha ocurrido planificar una vida propiamente en pareja.
Existen noches en las que la única compañía de mi propia respiración es más que suficiente para hacerme un ser razonablemente feliz. Sin embargo, no puedo olvidar esas otras en las que una nostalgia de no se sabe qué, pero que bien pudiera tratarse de elemental cariño, se agarra con fuerza a ese rincón secreto del corazón que ningún científico ha conseguido desentrañar. Y, desgraciadamente para mí, ésta es una de esas noches que parecen no tener fin.
Sería bonito que allá lejos, en los Pirineos, alguien experimentara mis mismos sentimientos; pero me temo que, en la vorágine que representa la realización de una película, hay tiempo para todo, y que, precisamente ahora, el objeto de mi pensamiento se halla mucho más lejos de lo que yo podría imaginar.
¡Qué curioso resulta todo! Esta mañana me sentía acorralado. ¿Y todo por qué? Por el hecho aterrador de que la mujer que enciende un extraño fuego en mi corazón empezara a lanzar insinuantes sugerencias, transgrediendo mis más elementales maneras de actuar cómo y cuando me da a mí la gana. Ahora, cuando la aguja pequeña del reloj ha dado doce vueltas a la esfera que la contiene, aquí estoy yo, preguntándome en silencio lo que estará haciendo Marta. Después de todo, quizá no fuera tan mala idea ésa de desplazarme a las montañas el fin de semana. Así ella se daría cuenta de que también yo tengo un espíritu romántico cuando quiero.
¡Marta! La primera noche que hicimos el amor no me atreví a pronunciar su nombre en voz alta. Nada hay más descorazonador que articular un nombre equivocado, y en una primera noche no existe la práctica necesaria para dejar que el nombre apropiado surja mecánicamente. Sin embargo ella no tuvo reparo alguno en silabear el mío en su espantosa totalidad: ¡Domiciano Teobaldo! Desde los jesuitas, nadie se había dirigido a mí en esta forma. En la fiesta, y por aquello de hablar de algo, le había explicado a Marta el origen desgraciado de mi nombre. Todo fue debido al carácter de jugador empedernido que tenía mi padre. En una noche de póker descubierto, en el que mi progenitor se entregaba con vehemencia a los bandazos del azar, además del fajo correspondiente de billetes, a mi padre no se le ocurrió apostarse mejor cosa que el nombre propio de su primogénito. Y como, entre sus muchos defectos, no se encontraba el de faltar a su palabra, ahí estoy yo como resultado de tan noble proceder. Lo que no entiendo es cómo esta mujer pudo emplear con total naturalidad aquellos dos vocablos en tan romántico momento. En fin, con el tiempo he llegado a acostumbrarme a estas cosas de Marta, aunque debo admitir que nuestra primera noche de pasión estuvo a punto de naufragar cuando, entre gemido y gemido, ella susurró mi estentóreo nombre.
Es curioso pero, a pesar de mis muchas ocupaciones, no consigo desligarme de ese sentimiento misterioso que me une a una mujer cuya piel posee la característica de transmitir corrientes eléctricas a las partes más recónditas de mi cuerpo. Hasta ahora creo que he experimentado todo tipo de emociones con las mujeres que han ido apareciendo por mi vida. Desde la pasión arrolladora, hasta el más puro y duro sexo, pasando por situaciones de ternura, cariño y lo que he llegado a considerar como verdadero amor.
La relación con Marta empezó como respuesta a un momento de necesidad y como producto de una cierta admiración. Lo que más me gustó de ella fue su escasa disposición a agradar si en realidad no compartía lo que en la reunión se podía estar discutiendo. Se notaba a primera vista que no era mujer que necesitara bailarle el agua a nadie para salir adelante; cosa que parecía ir consiguiendo, de forma muy adecuada. Cuando uno se halla a medio camino entre la cuarentena y la cincuentena, resulta altamente gratificante ser el objeto de deseo de una veinteañera, a ser posible con buenos elementos esculturales; pero, para hacer honor a la verdad, el encuentro con una persona del sexo contrario, que comparta en su memoria las mismas décadas pasadas, tiene también su aliciente.
Por otra parte, y quizá debido a esa escasa estatura que la acompaña, es una mujer físicamente más joven de lo que asegura su carnet de identidad. La provocación, que había sido la característica que nos uniera en nuestros dos primeros encuentros, fue la que, de forma totalmente desprovista de premeditación, nos fue empujando a una situación que ninguno de los dos preveímos a tiempo. Tan sorprendente ha sido nuestro extraño acoplamiento, que nunca se nos ha ocurrido planificar una vida propiamente en pareja.
Existen noches en las que la única compañía de mi propia respiración es más que suficiente para hacerme un ser razonablemente feliz. Sin embargo, no puedo olvidar esas otras en las que una nostalgia de no se sabe qué, pero que bien pudiera tratarse de elemental cariño, se agarra con fuerza a ese rincón secreto del corazón que ningún científico ha conseguido desentrañar. Y, desgraciadamente para mí, ésta es una de esas noches que parecen no tener fin.
Sería bonito que allá lejos, en los Pirineos, alguien experimentara mis mismos sentimientos; pero me temo que, en la vorágine que representa la realización de una película, hay tiempo para todo, y que, precisamente ahora, el objeto de mi pensamiento se halla mucho más lejos de lo que yo podría imaginar.
* Escultura de Camille Claudel
CONTINUARÁ...
2 comentarios:
Me dio pena saber que su padre fuera un jugador a tal punto de jugarle el nombre, sera por eso que el tiene tantas dudas y temores? me pregunto si Marta seguira con el, se pone mas y mas intrigante...me gusta tu manera de relatar hadita, es como una melodia de veras.
besos, feliz semana!!
Muy bueno! hahahah me gustó con respecto a la ventiañera y a la mujer que comparta las mismas décadas pasadas... y se nota, se nota, que....mmmmmmm
Besos
Publicar un comentario