viernes, 18 de junio de 2010

Una realidad tangible (6)

-Tú, al menos, tienes la experiencia de saber lo que es tener a un ser amado esperándote en casa.
-
¿Quién te asegura a ti que no era yo el que esperaba?
-
¿En los tres matrimonios?
-
¡En los tres! -respondió el maestro de éxito teatral con una aprendida dosis de resignación.
-
Está visto que no supiste escoger.
-
¡Desde luego!
La noche se derramaba como el alcohol por las gargantas de la pareja, y la conversación parecía no languidecer. Raúl Padierna estaba muy interesado en la vida de aquella mujer a la que durante tantos años sólo había visto despachar entradas e intentar cuadrar las cuentas, algo que, según contaban por ahí, no le salía demasiado bien. No podía dejar de someterla a ciertos tópicos y, de acuerdo con ellos, había imaginado la vida de Rosario, como la de la eterna solterona sin ninguna aventura amorosa que salvara de la rutina la estrechez de su vida. Pero se equivocaba.

Es verdad; ella
no se había casado tres veces, como él. Una en Madrid, otra en Lisboa, y otra, cediendo a los gustos exóticos de la tercera mujer que se llevaba honradamente a la cama, en Lahore. Por supuesto que sobre su cama se habían tumbado más cuerpos, pero ésos no pudieron alcanzar el calificativo de legales. Rosario Malpica, sin embargo, había experimentado el amor en más ocasiones de las que su acompañante de aquella noche podía haber imaginado. Claro que una cosa era disfrutar del sentimiento y otra muy distinta asistir a su realización. Para hacer honor a la verdad, el segundo caso se había dado en muy contadas ocasiones: exactamente dos. La primera tuvo lugar cuando ella contaba veinte años. Para la segunda debieron transcurrir bastantes años más, y a los cuarenta cedió nuevamente a los impulsos primaverales.

Rosario
Malpica estaba decidida a hablar. Para ello no tuvo más que beberse otra copa, después de las dos primeras, y echar un vistazo al ambiente que los rodeaba. Por el flanco derecho, parejas enroscadas besuqueándose con escaso rubor. Por el izquierdo, más parejas enroscadas. Al frente, y como para dar un toque de contraste, un grupo de mujeres solas que, probablemente, suspiraba por estrechar los brazos del otro grupo de hombres solos que se encontraban en el otro extremo y que les dirigían miradas libidinosas sin que, ni ellos ni ellas, lanzaran una pierna delante de la otra y se decidieran a cambiar el ritmo de la noche. Ante tal espectáculo, la lengua de Rosario se desató, provocando el agrado de su pareja nocturna. Y es que, después de tres meses de tener que hablar con todo el que le circundara sobre cualquier tema imaginable, escuchar la voz de la taquillera constituía todo un placer. Ésta le contó su vida con la habilidad de una gran novelista. En cada pasaje de la misma incluía algún nuevo matiz; unos capítulos resultaban más propicios para el humor, otros para la melancolía, otros incitaban más a la reflexión; y cualquiera de ellos mantenía el interés de Raúl Padierna.

Rosario le habló de la escasa vistosidad de su cuerpo, no sólo de la cintura, piernas o precisos atributos femeninos, sino de su rostro. Ella nunca había sido guapa, y no era la única en
considerarse falta de atractivo pues, para certificar su opinión, nadie ponía los ojos en ella. De todas formas eso no le impidió dar rienda suelta a su imaginación y verse correspondida en sus afectos por todo muchacho en el que ponía ella sus núbiles ojos. Eso sí, para que algún elemento del sexo contrario respondiera de forma efectiva a sus reclamos hubieron de transcurrir veinte años desde su nacimiento. Y como recordaba ahora, entre sorbo y sorbo de vino rojo como la sangre, fue bonito mientras duró; claro que no le hubiera importado nada que la materialización de su aventura amorosa se prolongara un poquito más de lo que lo hizo aquella primera. En fin, ¡qué se le iba a hacer!

Entre desengaño y desengaño, su padre, que tenía un amigo, que a su vez tenía otro amigo bien relacionado en el Candilejas, consiguieron entre unos y otros un puesto con el que podría ganarse la vida la joven Rosario. Y ya que los príncipes escaseaban, y los azules muchísimo más, se dedicó a la honrada empresa de ganarse las habichuelas día tras día, despachando las entradas que conducían a mundos mágicos, si no más bonitos que el suyo real, al menos distintos.

(...)


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