
-Yo no tengo ese talento. Y es una pena. Pero me aprovecho de ti.
-¿Cómo es eso? -preguntó un tanto a la defensiva el maduro escritor.
-Leo lo que escribes. Ya ves; sin necesidad de esforzarme demasiado, me deleito con lo que escribes. Yo no necesito pelearme con las musas: tengo el trabajo hecho.
El ambiente que les rodeaba empezaba a ser demasiado deprimente, y Rosario quería disfrutar de la noche. Necesitaba salir de allí. Quizá ya había dejado de llover y todavía podrían permitirse el placer de caminar sobre aceras recién mojadas. Tuvo suerte la taquillera pues su deseo se cumplió. Las nubes se habían puesto a dormir y parecían dispuestas a dejar que la pareja disfrutara de la noche.
-Oye, Rosario, ¿y tú que esperas todavía de la vida?
-Vaya pregunta más filosófica. ¡Yo qué sé!
-Vamos, no te evadas. Nos hemos contado nuestras vidas. Ahora no estaría de más hablar de nuestros proyectos.
Rosario reflexionó durante unos instantes, y después, adquiriendo viveza a medida que sus palabras salían al exterior, contestó a su interlocutor.
-Yo espero mucho todavía. Pero te voy a decir lo que más deseo en este momento.
-¿Qué?
-Aprisionar, aunque sea durante unos instantes, lo hermoso que encuentro a mi alrededor.
- ¿Por ejemplo?
- ¡Tú!
Rosario fue la primera que se sorprendió al decir tales palabras. ¿Cómo era posible que una mujer educada para nunca tener la iniciativa expresara deseos tan comprometidos? Ella siempre había permanecido a la espera de todo. Cuando iba a la Seguridad Social se conformaba con el médico que le asignaban. Cuando le ofrecieron el trabajo que ahora disfrutaba, no puso ningún tipo de condiciones. Cuando se enamoró perdidamente del policía que patrullaba la zona, y que de vez en cuando se paraba a charlar con ella, nunca se le ocurrió hacérselo saber. Y lo peor de todo, es que la mala pécora de Berta, también le echó el ojo, pero ella sí que había sabido cazar al policía.
Tampoco podía olvidar la vez que el joven e inexperto -que todo hay que decirlo- Roberto le dio el primer beso de su vida, ella no había opuesto resistencia; lo malo es que el muchacho no repitió con ella, yendo a hacerlo con la chica más insulsa del barrio. ¡Pero qué habría visto en ella!
Y cuando Mario le propuso lo de vivir juntos, olvidándose de que ya tenía mujer además de los hijos subsiguientes, tampoco se negó; entonces, ¿por qué se deshizo todo antes de dejar siquiera que empezara? Estaba claro que no podía seguir así. Alguna vez tenía que hablar ella en primer lugar. Y precisamente había elegido una noche como aquella para soltarse la melena.
Raúl no paraba de mirar a la recién descubierta Rosario. No cabía duda, allí estaban los dos sin saber qué hacer. Y estaba claro que algo había que hacer.
Un taxi vino a despertar a la pareja de su ensimismamiento. Raúl levantó la mano, ante la enorme decepción de Rosario. Galantemente cedió el paso a la dama y, una vez dentro, antes de indicar al conductor la dirección de destino, Raúl preguntó a la desconcertada Srta. Malpica.
- ¿A tu casa o a la mía?
FIN
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