jueves, 8 de julio de 2010

Una realidad tangible (9)


- Oye, Rosario, ¿y tú, cómo puedes aguantar durante tantos años la rutina de tu trabajo?
- Bien mirado, todo es rutina. Tú siempre escribes.
- Sí, pero con variaciones. Además, mis obras se representan en diferentes teatros, con otros actores, público diverso. Ah, y no olvides lo de mis conferencias. Yo, como la gitana de la falsa moneda, aunque más modernizada, voy de aquí para allá utilizando cualquier bicho alado que se presente.
- Sí, supongo que, vista desde fuera, mi vida puede parecer aburrida. Pero ¡qué quieres!Serán cosas del destino, digo yo.

Raúl, después de quedarse un rato en silencio y siguiendo un sistema de hilación que tan sólo él podría explicarse, sorprendió a Rosario dando una nueva dirección a la agradable charla que ambos sostenían.
- ¿Sabes, Rosario? Es curioso pero, después de tantos éxitos, apenas sé lo que es disfrutar de la estabilidad de eso que llaman hogar y que se traduce en la posesión de una vivienda propia.

Ante el asombro de Rosario, Raúl le explicó lo que había sido el sueño de toda su vida. Tener una casa propia. No necesitar desplazarse más en la vida. Desde pequeño, sus padres, por los avatares del destino, se habían visto precisados a mudar de población quizá con excesiva frecuencia. Raúl, en su niñez, y luego en su adolescencia, nunca experimentó la permanencia del hogar, entendiendo éste como algo material, pues en su faceta, digamos espiritual, el hogar era algo que siempre llevaban a cuestas sus padres y hermanos, abuela incluida.

Sin embargo, cuando el cabeza de familia consiguió asentarse de forma definitiva, y para sorpresa del propio Raúl, una vez comprobó que -transcurrido un tiempo prudencial- nadie empaquetaba maletas, empezó a sentir una especie de desasosiego que todavía ahora, en su ya más que sobrepasada madurez, seguía experimentando. Quizá fuera aquella necesidad de continuo cambio lo que le hacía mantener las maletas en el lugar más accesible de su casa de Madrid, y lo que le había obligado a variar de domicilio cada cierto tiempo.

Eso sí, la necesidad de un sentimiento de permanencia le obligaba a llevarse consigo, cada vez que una nueva mudanza amenazaba con desestabilizar la rutina de Raúl, el eterno sillón, de suave tejido, del que nunca se separaba. Ya había necesitado varias tapicerías nuevas, pero, por mucho que variara el diseño, lo acogedor del tacto permanecía inalterable.

Raúl estaba en vena. Las confidencias se habían desatado, y la necesidad de materializar los pensamientos y darles vida con su aliento, le hizo hablar y hablar, en una especia de monólogo de Shakespeare del que Rosario era el público inherente a cualquier representación que se preciara de algún valor. Raúl explicó cómo la insatisfacción que le causaba el sedentarismo recién adquirido de su familia le llevó a forjar en su imaginación mil y una aventuras que, con el paso del tiempo, fueron dibujando los folios que caían en manos del insatisfecho joven. En su mente surgían todas las vidas que a él le hubiera gustado vivir. Pronto, hasta la noches se llenaron de sueños conscientes; sueños que luego quedaban impresos en nuevas páginas. Así empezó su carrera y así descubrió su vocación.
- ¿La de escritor? -Preguntó Rosario, creyendo haber dado en el clavo.
- La de vividor.
Y Raúl silabeó cuidadosamente la palabra. Vividor en su más amplio sentido. Ya joven llegó a la conclusión de que él no reunía todas las características que podrían conducirle a llevar, en la realidad, las mil y una vidas que su fogosa inmadurez imaginaba. Escribir, interpretar. Esas dos facetas culturales atraían su atención. Por supuesto, una familia como la suya no iba a propiciar la carrera de actor teatral para uno de sus hijos, así que, decidió aceptar aquello que le ofrecieran con tal de que no le quitasen lo esencial: su fértil imaginación.

(...)


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