lunes, 27 de diciembre de 2010

Inteligencia, Desarrollo y Aprendizaje - 2

Por lo que respecta a la capacidad de recordar, los llamados niños salvajes también la tienen; lo que ocurre es que no cuentan con un instrumento como el lenguaje que les permita contarnos sus remembranzas. Tanto Genie como Memmie Le Blanc o Kaspar Hauser, por citar sólo a algunos, pudieron relatar acontecimientos de su pasado, una vez que supieron cómo hacerlo. Y Jean Marc Itard también habla de la alegría que mostraba Víctor cuando se le llevaba al campo; ¿no es eso suficiente prueba de que guardaba recuerdos sobre su vida anterior?

Pero Itard va más allá en sus conclusiones y nos dice que “en algunas ocasiones Víctor se ceñía a una actividad que sugería más bien la expresión sosegada del recuerdo y de la melancolía. Osada conjetura, harto opuesta, sin duda, a la opinión corriente de los metafísicos, pero a la que ningún atento observador habría podido sustraerse en determinadas circunstancias” (1).
Bonnaterre sigue diciendo sobre Víctor que su “estado de imbecilidad se manifiesta en sus miradas, que no las fija en ningún objeto; en los sonidos de su voz, que son discordantes, inarticulados, y los emite día y noche; en su marcha, pues va siempre al trote o al galope; en sus acciones que no tienen objetivos y carecen de determinación” (2). Sin embargo a mí me parece que Bonnaterre confunde lo que es una deficiencia mental con una falta de instrucción. ¿Cómo podía utilizar la vista, el oído, la voz o la forma de caminar de la manera que lo hacemos nosotros si nunca lo había visto antes de manera natural? Me pregunto si algún ser extraterrestre que registrara nuestros brincos en una discoteca no se cuestionaría sobre una posible anomalía mental de los terrícolas.

Gérando, en el año 1848, diferenciaba entre los deficientes físicos cuya causa es orgánica y aquellos otros de tipo “moral” (psicológico diríamos hoy) cuyo origen se encuentra en aspectos sociales como por ejemplo el estado de aislamiento al que son sometidos determinados individuos. Dice Gérando que con Víctor se hicieron “uso de todas las observaciones que demuestran la influencia de la sociedad sobre el desarrollo de las facultades humanas y los razonamientos que prueban la estrecha relación de nuestras ideas con nuestras necesidades” (3).

Así, teniendo en cuenta esta importancia otorgada a la sociedad, se dejó para más adelante un juicio sobre sus capacidades mentales en tanto no se hubieran utilizado con él medidas educativas especiales. Todo eso estaría muy bien si no fuera que, desgraciadamente, una vez aplicadas esas medidas se siguió concluyendo lo mismo, que el muchacho no era normal.

El problema sin embargo seguía sin aclararse porque ¿se habían utilizado las medidas más adecuadas? ¿Quién puede estar seguro de ello? En este sentido Itard se muestra mucho más humilde que muchos de sus colegas de entonces y de ahora; admite que los fallos se debieron más al maestro que al alumno por no conseguir dar con el método más adecuado. Y eso es algo muy lógico también; se trata de una situación totalmente desconocida para nosotros, y por tanto, aunque se pongan las mejores de las intenciones, uno nunca puede estar seguro de estar empleando los mejores métodos ya que resulta imposible sustraerse a las propias técnicas de aprendizaje y situarse en un contexto completamente distinto.

Para desarrollar la inteligencia de Víctor, Itard tuvo muy en cuenta métodos relacionados directamente con las ideas de Condillac y de Locke; es decir, pretendió el desarrollo de sus sentidos ya que estos autores consideraban que es por ellos por donde penetra el conocimiento. Según cuenta Gérando, había que conseguir fijar la atención del niño y para ello la única forma era “interesarle en sus necesidades”. Creo que Gérando vio muy acertadamente que la falta de atención de Víctor tenía que ver más que con su supuesta falta de inteligencia con una ausencia de interés por las cosas que a nosotros sí parece provocarlo pero que le resultaban totalmente ajenas a él.

Vemos, por tanto, que considerar que estos niños carecen de inteligencia resulta una conclusión altamente exagerada. Indudablemente de lo que carecen es de un sistema de comunicación que nos permita valorarla. Otra cosa es que esa inteligencia no tenga que ser desarrollada; al fin y al cabo ésa es la tarea de todos los seres humanos a lo largo de su vida. Lo que desconocemos es qué niveles de desarrollo es capaz de alcanzar el ser humano. En esto también resultan muy ciertas las palabras de Itard con respecto a Víctor. Dice en su memoria de 1806: “para juzgarlo debidamente no se lo puede comparar sino consigo mismo”.

A partir de su ingreso en la sociedad, estos niños tendrán que aprender nuevos usos de los que hasta entonces venían haciendo. Virey prevé para Víctor un camino largo y difícil cuando escribe: “¡Cuántas lágrimas vas a verter! El camino de tu educación estará regado por tus llantos” (4).

De sobra conocemos todos las dificultades que entraña cualquier aprendizaje que comencemos; con buena lógica podemos pensar que esa dificultad no puede negarse a quienes han sido apartados de nuestras estructuras sociales y regresado a ellas por unos u otros motivos.

La gran pregunta ahora era la siguiente: ¿pueden aprender algo estos niños?; ¿habrán perdido por completo sus facultades para enfrentarse a nuevas enseñanzas? Si cualquier órgano pierde elasticidad ante la falta de uso, es de suponer que también la facultad para aprender puede sufrir una cierta oxidación o anquilosamiento, pero esa situación no tiene que ser permanente sino que puede realizarse un entrenamiento que permita alcanzar el desarrollo.

Por otra parte, como cualquiera de nosotros, estos niños nunca dejaron de aprender, incluso durante el tiempo que duró su aislamiento; lo que ocurría es que su aprendizaje estaba ligado al tipo de vida que llevaban y no al nuestro. No todo estaba perdido con estos niños sino que podían alcanzar un desarrollo tanto físico como intelectual, cosa que demostraron con sus logros que, por desgracia, no consiguieron satisfacer a quienes habían puesto en estos “experimentos” muy altas expectativas.

Notas:
  • (1) Los textos de Itard están entresacados tanto del libro editado por Alianza Editorial con comentarios de Sánchez Ferlosio, como del de Harlan Lane de la misma editorial.
  • (2) Lane, Harlan: El niño salvaje del Aveyron, Alianza Editorial, Madrid, 1984.
  • (3) Ibid.
  • (4) Lane, Harlan: El niño salvaje del Aveyron, Alianza Editorial, Madrid, 1984.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Inteligencia, Desarrollo y Aprendizaje - 1

Ante el encuentro con un “niño salvaje” o con alguien que haya tenido sus facultades sensoriales muy perjudicadas, surge una pregunta que queremos ver satisfecha: ¿Qué pensaban estas personas antes de ser integradas a la sociedad? Eso suponiendo que quien se encuentre con uno de estos niños no sea de los que incluso les nieguen la capacidad de pensamiento.

Harlan Lane, en su libro
El niño salvaje del Aveyron, transcribe la respuesta dada por un sordomudo de Chartres que, según cuenta Condillac, recuperó el oído a los 23 años:

“Llevaba una vida puramente animal, totalmente ocupado por los objetos sensibles y presentes, y con las pocas ideas que recibía mediante la vista. Ni siquiera establecía todas las comparaciones posibles entre estas ideas. No es que, naturalmente, careciera de inteligencia, sino que la inteligencia de un hombre privado de la relación con los otros está tan poco ejercitada y cultivada, que piensa solamente en la medida en que se ve obligado por los objetos exteriores. La mayoría de las ideas de los hombres proceden de su comercio recíproco”.
Según estas palabras más que de falta de pensamiento de lo que estaríamos hablando es de un menor número de necesidades sobre las que pensar. Y en este sentido Itard fue creando en su alumno cada vez un mayor número de necesidades para desarrollar su mente y que ésta estuviera más en consonancia con la de la sociedad en la que Víctor tenía que vivir.

Cuando se nos dice que estos niños actúan de manera animal ya que sólo se mueven de acuerdo a sus necesidades, habría que considerar si nosotros no actuamos también de la misma forma. Yo creo que sí, lo que ocurre es que nuestras necesidades, muy probablemente debido a la socialización, son cada vez mayores; ya hemos visto que incluso nos preguntamos cosas tan complicadas como quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos. Es decir, nuestras necesidades están más ampliadas debido a la evolución y a la transmisión que podemos hacer entre nosotros de nuestros conocimientos.

Gracias a vivir en sociedad, lo que hicieron nuestros ancestros nos ha sido comunicado y podemos ahora no sólo utilizarlo sino avanzar en nuestro desarrollo sin necesidad de dar nuevamente aquellos primeros pasos. Es un hecho que estos “niños salvajes” no han contado con el conocimiento anterior y que tienen que descubrir diariamente aspectos revelados hace mucho tiempo y legados ya por nuestros predecesores, por tanto es muy lógico suponer que por supuesto que utilizan su inteligencia, pero que no cuentan con las ventajas de los que vivimos dentro de una estructura civilizada.

El hecho de que estos niños no puedan comunicarse con nosotros como nos gustaría, no quiere decir que no cuenten con la capacidad de pensar, ni mucho menos que su pensamiento no sea inteligente. ¿Es posible que seres abandonados puedan subsistir en lugares tan inhóspitos para el ser humano si no hubieran utilizado –y bien su inteligencia? Yo creo que no. Por supuesto que la tienen, pero una inteligencia aplicada a la vida que debían llevar y no a la que desarrollamos quienes convivimos en una sociedad como la nuestra.

No niego que puedan existir niños que efectivamente sufrieran algún tipo de deficiencia congénita, pero lo que quiero dejar claro es que, a lo mejor, un caso así podría ser la excepción en vez de la norma; no podemos hacer generalizaciones cuando desconocemos las anteriores circunstancias de estos niños.

Si una persona que ha vivido en condiciones tan difíciles es capaz, al poco de introducirse en su nuevo entorno, no sólo de integrarse plenamente en esa nueva estructura sino de expresarse además como el mejor de nuestros universitarios, no debe quedarnos ninguna duda de que estamos hablando de un ser excepcional. Pero no nos engañemos, tanto entre los niños salvajes como entre los civilizados esa especie es la que menos abunda. La sociedad común y la científica deseaba contar con la existencia de seres superdotados como Helen Keller o como el sordomudo Massieu (contemporáneo de Víctor del Aveyron) que podían contestar a las preguntas más complicadas que les hiciera el auditorio más selecto. Puesto que ni Víctor ni Genie, por poner dos ejemplos, alcanzaron esas altas cotas del saber erudito de nuestra cultura, son muchos los que concluyen que no sólo no eran normales y que como tales necesitaban un gran periodo de adaptación después de tan duras circunstancias, sino que eran deficientes mentales desde el mismísimo momento de su nacimiento. Pero, ¿podemos asegurarlo?

Ya hemos visto que no podemos saber con absoluta certeza si esa deficiencia existía o no antes de que fueran abandonados, pero lo que no puede extrañarnos de ninguna forma es que sufran un retraso con respecto al resto de los individuos criados y educados dentro de una sociedad como la nuestra. Estos niños no han podido desarrollar de manera adecuada y a su debido tiempo las habilidades que a nosotros nos parecen tan normales y que a ellos tienen que resultarles muy ajenas. Serían en todo caso retrasados para nuestra concepción del mundo pero no para la suya.

Por lo que respecta a Genie, Susan Curtiss no comparte la opinión de una deficiencia mental innata, y para justificar su postura aporta los datos obtenidos de diferentes exámenes que se le hicieron para valorar su capacidad mental y que se repitieron varias veces. En estos análisis se vio que esta capacidad aumentaba en la niña año tras año, algo que “no sucede en una persona, niño o adulto, mentalmente retardado”(The Secret of the Wild Child, NOVA, un documental producido por WGBH, Boston, 4 de marzo de 1997.)

Cuando Bonnaterre nos habla de Víctor en su Notice historique sur le sauvage de l’Aveyron, afirma que el niño “no está totalmente desprovisto de inteligencia, de reflexión ni de razonamiento”. Sin embargo, una vez apuntado esto, señala lo siguiente: “en todos los casos en los que no se trata de satisfacer sus necesidades naturales ni su apetito, sólo se ven en él funciones puramente animales: si tiene sensaciones, no logran producir ninguna idea; tampoco posee la facultad de compararlas entre ellas: podríamos decir que no tiene ninguna correspondencia entre su alma y su cuerpo y que no reflexiona sobre nada: por tanto, no tiene discernimiento ni espíritu ni memoria”. (Lane, Harlan: El niño salvaje del Aveyron, Alianza Editorial, Madrid, 1984.)

Y yo me pregunto: ¿cómo puede asegurar Bonnaterre que en el caso de tener sensaciones, éstas no produzcan en el niño ninguna idea?; ¿acaso pudo preguntarle al chaval qué ideas albergaba su mente? Me parece que ésta es una apreciación demasiado aventurada. Incluso se atreve a decir Bonnaterre que no hay correspondencia entre su alma y su cuerpo y que no reflexiona sobre nada; y de esto concluye que no tiene discernimiento y que por supuesto no tiene memoria. Evidentemente no podía discernir sobre aspectos culturales típicos de nuestra civilización; sin embargo, pudo aplicar muy bien su discernimiento para sobrevivir; o es que ¿vamos a dejarlo todo en manos de los instintos? Unos instintos que, al menos por lo que sabemos en el caso de Víctor, no parece que fueran suficientes a la hora de descubrirle los misterios del sexo, algo que creó gran perplejidad en Itard.

Sin embargo, y a pesar de lo dicho anteriormente, Bonnaterre afirma que Víctor había dado “numerosos ejemplos de ingeniosidad y habilidad”. Y eso antes de que fuera socializado.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Quiénes somos los seres humanos - 4


Otro aspecto muy importante a la hora de estudiar a los seres humanos es el de la posesión o no de virtudes innatas; es decir, el aspecto ético del comportamiento.

En este sentido, el obispo Pakenhan-Walsh decía sobre Kamala y Amala que “no había malicia, ni algún miedo, ni hasta donde puedo asegurarlo había signo alguno de orgullo o de celos” (T. M.
Luhrmann, The world of feral children, The Times Literary Supplement 29 January 2002). Y de ahí se concluíaque no existía en ellas una conciencia de pecado, si por pecado se entiende una trasgresión hacia algo que desencadena un mal.

Sin embargo, para realizar esta trasgresión de manera consciente
tiene que existir una conciencia clara de lo que está bien y de lo que está mal, y eso es algo que resulta muy difícil de dilucidar, pues algo que puede ser beneficioso para uno puede convertirse en algo malo para otro. Por tanto, parece que esta conciencia del bien y del mal en sí misma es de difícil descubrimiento si no relacionamos los actos con las consecuencias de los mismos.

Es lógico suponer entonces que en los niños salvajes tendrá que darse un aprendizaje para que su sentido ético y el nuestro coincidan.

Virey considera que Víctor “no es malo ni bueno porque ignora ambas cosas” (Harlan
Lane, El niño salvaje del Aveyron, Alianza Editorial, Madrid, 1984). Sin embargo, continúa diciendo: “No hace nunca ninguna travesura ni mala pasada, como los niños de su edad; su guardián no le ha visto nunca hacer nada parecido”. Es decir, empieza por negar la bondad o maldad de sus actos porque Víctor no teoriza sobre ellos, simplemente actúa; pero Virey parece no tener en cuenta que al actuar Víctor de esta manera con toda probabilidad está siguiendo una conducta ética; Víctor no tenía necesidad de obrar el mal.

Por los comportamientos que pudieron observarse en estos niños se pudo establecer que sentían malestar cuando no obraban adecuadamente y, a medida que iban aprendiendo los usos de la sociedad en la que tenían que vivir, empezaron a reaccionar con respuestas que sus observadores sí podían comprender; eso no quiere decir necesariamente que antes no manifestaran pesar o alegría como resultado de sus actos, sino que sencillamente no lo expresaban de la misma manera que los demás o que no sabían que sus actos pudieran no ajustarse al orden establecido por la nueva sociedad que los acogía.

Si Virey nos decía que no veía malicia en Víctor pues no ejercía ese tipo de crueldades que gustan tanto de hacer casi todos los niños, sin embargo sí le achaca un defecto: el hurto. Dice Virey “muestra una clara inclinación al robo y es muy hábil en el hurto; si come en una mesa pronto le quita a sus vecinos, con gran habilidad y rapidez, todo lo que desea aunque ya lo tenga” (
Harlan Lane, El niño salvaje del Aveyron, Alianza Editorial, Madrid, 1984).

Virey no parece tener en cuenta un mecanismo inherente a todo ser vivo: el instinto de supervivencia. Los “robos” que lleva a cabo Víctor no obedecen más que a la satisfacción de ese instinto, mucho más acendrado en quien no conoce qué encontrará al día siguiente para comer.

En todo caso, más que de una falta de virtud en Víctor, sería preferible hablar de falta de habilidades sociales, pero ¿no hacemos todos lo mismo aunque se nos note menos? Tanto Genie como Víctor manifestaban una tendencia a almacenar cosas, en Genie resulta curioso su afán por los productos líquidos. Éste es un dato que nos demuestra además un sentido previsor por parte de estos niños, lo que lleva a hacernos pensar que también poseen un sentido del tiempo aunque éste sea contabilizado de manera diferente.

Itard también quiso averiguar si Víctor poseía o no la idea de justicia, y para ello decidió castigar injustamente a su alumno una vez había acabado una de sus tareas con éxito. A diferencia de otras veces en que el niño aceptó el castigo cuando éste obedecía a errores cometidos por él, en esta ocasión nos cuenta Itard que se resistió con todas sus fuerzas. Con ello no sólo comprobamos que sí tenía un sentido de la justicia sino que además tenía la inteligencia suficiente que le permitía dilucidar cuándo hacía bien una tarea y cuándo cometía errores; una inteligencia que muchos le han negado a pesar de todo.

En nuestros tiempos actuales parece que esta controversia sobre la humanidad o no de los niños salvajes ya ha sido superada, no sin esfuerzo. Pero ahora se inicia una nueva tendencia, la de considerar a estos seres retrasados de nacimiento o retrasados por su falta de socialización. Esto es lo que abordaremos más adelante.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Quiénes somos los seres humanos - 3


Juan Luis Arsuaga e Ignacio Martínez en su libro La especie elegida, nos dicen que existen “genes en la base de nuestra conducta”; e incluso llegan a afirmar estos integrantes del Proyecto Atapuerca que “hoy no quedan dudas acerca de cierto determinismo genético de comportamiento”.

Pero, además de este determinismo genético, nos hablan de lo que podría considerarse una programación adaptativa que permite el aprendizaje. “Los humanos –escriben Arsuaga y Martínez- formamos una especie muy inteligente de primates sociales, y tenemos una gran flexibilidad en nuestra conducta, que nos permite dar repuestas diferentes, basadas en la propia experiencia o el aprendizaje, a las distintas situaciones que se presentan en nuestro medio. En la vida surgen muchos problemas imprevisibles, y por tanto la solución no puede estar en los genes”.

En Víctor del Aveyron (a quien la gran mayoría consideraba retardado) se descubrió una característica de la que, creo que con razón, nos sentimos muy satisfechos: la capacidad de inventar. Bien, eso lo situaba en el mundo de los humanos; y como ya estaba en él, había que demostrar que lo que explicaba su torpeza en múltiples asuntos sólo podía ser su retraso mental; una deficiencia que para muchos estudiosos no era fruto de su aislamiento, sino que lo acompañaba desde su nacimiento.

Hoy en día cada vez se acepta más y más la importancia de la sociedad para el desarrollo humano. Somos animales so
ciales y sólo dentro de un marco social podemos llevar a la plenitud esas características con las que contamos, además de poder descubrir nuevas vías de creación.

Sin embargo, en vez de sustentar nuestras hipótesis en la importancia de una comunidad social, muchas veces ha prevalecido el deseo de demostrar por encima de todo una autosuficiencia del hombre como ser individual. Así, cuando se observan graves deficiencias en los niños salvajes de acuerdo a nuestro sistema de vida se concluye sin más que todos ellos compartían una deficiencia mental de tipo congénito. Queremos situarnos en el escalón más alto de la evolución; por tanto, si encontramos a un ser que, según nuestro criterio, no responde a esa situación, lo solucionamos diagnosticándolo como deficiente mental y lo condenamos al olvido.

Y es que si algo desa
grada al ser humano civilizado es que se descubran en él aspectos que le asemejen a las bestias. Su pudor no puede aceptar este hecho, y a quienes nos muestran señales de animalidad los apartamos y encerramos en una clasificación bien alejada de nosotros.

Son muchos los que admiran a casi todos los representantes del reino animal, pero que, sin embargo, ante la visión de chimpancés, orangutanes y demás primates parecidos a los humanos sienten una profunda repulsión. ¿No es esto algo revelador? Nos da miedo vernos a nosotros mismos con esos componentes de animalidad que sin duda albergamos, y queremos probar -que no descubrir la verdad o falsedad de ello- que estamos en lo más alto de la escala evolutiva: somos los reyes. Como Tarzán que era el Rey de la Selva y casi podemos decir que lo era en cualquier lugar en el que se encontrara ya que parecía un ser superdotado en lugar de alguien con grandes carencias.

En definitiva, no se está intentando averiguar lo que es un ser humano, sino demostrar su superioridad. Lo que queremos es demostrar la certeza de nuestras hipótesis y así no le dejamos a la naturaleza expresarse por sí misma, no vaya a ser que nos contradiga. Partimos de la base de que es mucho lo que sabemos y no estamos dispuestos a admitir que es mucho más lo que ignoramos.



domingo, 24 de octubre de 2010

Quiénes somos los seres humanos - 2

Además de las indagaciones sobre qué es el hombre, basadas en comparaciones con seres a los que no podemos preguntar ya que no compartimos un lenguaje común, buscamos incansablemente ese elemento que nos “convierte” en seres humanos. La búsqueda de ese elemento transformador tiene muchos parecidos con la de la piedra filosofal de los alquimistas. Quizá algún día lo encontremos, pero por el momento no parece haberse dado el descubrimiento definitivo, y seguimos suscitando miles de debates en defensa de lo que nos hace realmente humanos.

Por si no fuera suficiente la búsqueda de ese elemento transformador que nos es desconocido, los estudiosos de diferentes ramas del saber se afanan en encontrar aún más diferencias que establezcan el límite entre los humanos y los que no lo son, y entre éstas destacan la conciencia que tiene el hombre de su propia identidad. Sobre este punto no voy a extenderme más pues, que se sepa, nadie ha podido preguntar al orangután si tiene o no conciencia de sí mismo.

Otra señal que por lo visto nos identifica y sobre todo nos hace diferentes es que nos sentimos miembros de una sociedad de iguales. Bueno, podría ser; pero tampoco hemos preguntado sobre este particular a los leopardos, que me parece que sí se sienten miembros de una comunidad, la suya. Y aquí surge nuevamente el gran interrogante que se plantea con respecto a los niños salvajes: ¿tienen conciencia de su propia identidad?; ¿se sienten miembros de una unidad social?

Toda esta discusión que se desarrolló sobre la posible humanidad o falta de ella en los niños salvajes, me recuerda a aquellos tiempos más lejanos en los que los europeos se preguntaban si aquellos seres nacidos en el continente recientemente descubierto y al que terminó por llamarse América tenían o no alma.

Los niños salvajes excitaban la curiosidad; ellos podían ofrecer respuestas sobre lo que hay detrás del desarrollo humano. El problema, sin embargo, surgía cuando esas respuestas no ayudaban a engrosar la vanidad humana; de esta manera, si los niños nos advertían de ciertos rasgos de animalidad, era mejor olvidarse del asunto y declararlos sencillamente deficientes, seres que por sus características personales (que no de especie) no podían acceder al progreso para el que sin duda cualquier ser humano “normal” está bien equipado.

Con esto llegamos a otro gran debate, el de si los seres humanos contamos con unas determinadas características innatas que permiten nuestro desarrollo o si por el contrario somos una especie de página en blanco dispuesta a dejarse escribir por las experiencias. Una vez más la disyuntiva: o blanco o negro. Otra vez esa obcecación con el análisis llevado a sus últimas consecuencias, de la preeminencia de la disección sobre la globalidad.

Menos mal que hay quienes nos dicen que el progreso humano se debe a varios factores unidos, en lugar de a diversos factores actuando por su cuenta. Por una parte estarían esas características innatas que además precisarían de estímulos adecuados para poderse desarrollar. Por otra, también hay que destacar la importancia del aprendizaje conseguido a través de la experimentación. Y, por último, no podemos descartar el lugar importantísimo que tiene el proceso creativo en nuestra vida.



jueves, 15 de julio de 2010

Una realidad tangible (10 y final)


Hoy Raúl Padierna era un hombre homenajeado, constantemente entrevistado, reconocido entre el pueblo como alguien digno de todo respeto. En cuanto a si había conseguido la felicidad, no estaba muy seguro de ello; pero de lo que no le cabía duda es de que, de alguna forma, se había salido con la suya. Ya nadie luchaba por arrebatarle sus muchas y variadas visiones de la vida que exhibía por medio de las actuaciones de sus numerosos personajes.

-Yo no tengo ese talento. Y es una pena. Pero me aprovecho de ti.
-¿Cómo es eso? -preguntó un tanto a la defensiva el maduro escritor.

-Leo lo que escribes. Ya ves; sin necesidad de esforzarme demasiado, me deleito con lo que escribes. Yo no necesito pelearme con las musas: tengo el trabajo hecho.
El ambiente que les rodeaba empezaba a ser demasiado deprimente, y Rosario quería disfrutar de la noche. Necesitaba salir de allí. Quizá ya había dejado de llover y todavía podrían permitirse el placer de caminar sobre aceras recién mojadas. Tuvo suerte la taquillera pues su deseo se cumplió. Las nubes se habían puesto a dormir y parecían dispuestas a dejar que la pareja disfrutara de la noche.
-Oye, Rosario, ¿y tú que esperas todavía de la vida?
-Vaya pregunta más filosófica. ¡Yo qué sé!
-Vamos, no te evadas. Nos hemos contado nuestras vidas. Ahora no estaría de más hablar de nuestros proyectos.

Rosario reflexionó durante unos instantes, y después, adquiriendo viveza a medida que sus palabras salían al exterior, contestó a su interlocutor.
-Yo espero mucho todavía. Pero te voy a decir lo que más deseo en este momento.
-¿Qué?
-Aprisionar, aunque sea durante unos instantes, lo hermoso que encuentro a mi alrededor.
- ¿Por ejemplo?
- ¡Tú!
Rosario fue la primera que se sorprendió al decir tales palabras. ¿Cómo era posible que una mujer educada para nunca tener la iniciativa expresara deseos tan comprometidos? Ella siempre había permanecido a la espera de todo. Cuando iba a la Seguridad Social se conformaba con el médico que le asignaban. Cuando le ofrecieron el trabajo que ahora disfrutaba, no puso ningún tipo de condiciones. Cuando se enamoró perdidamente del policía que patrullaba la zona, y que de vez en cuando se paraba a charlar con ella, nunca se le ocurrió hacérselo saber. Y lo peor de todo, es que la mala pécora de Berta, también le echó el ojo, pero ella sí que había sabido cazar al policía.

Tampoco podía olvidar la vez que el joven e inexperto -que todo hay que decirlo- Roberto le dio el primer beso de su vida, ella no había opuesto resistencia; lo malo es que el muchacho no repitió con ella, yendo a hacerlo con la chica más insulsa del barrio. ¡Pero qué habría visto en ella!

Y cuando Mario le propuso lo de vivir juntos, olvidándose de que ya tenía mujer además de los hijos subsiguientes, tampoco se negó; entonces, ¿por qué se deshizo todo antes de dejar siquiera que empezara? Estaba claro que no podía seguir así. Alguna vez tenía que hablar ella en primer lugar. Y precisamente había elegido una noche como aquella para soltarse la melena.

Raúl no paraba de mirar a la recién descubierta Rosario. No cabía duda, allí estaban los dos sin saber qué hacer. Y estaba claro que algo había que hacer.

Un taxi vino a despertar a la pareja de su ensimismamiento. Raúl levantó la mano, ante la enorme decepción de Rosario. Galantemente cedió el paso a la dama y, una vez dentro, antes de indicar al conductor la dirección de destino, Raúl preguntó a la desconcertada Srta. Malpica.
- ¿A tu casa o a la mía?

FIN


jueves, 8 de julio de 2010

Una realidad tangible (9)


- Oye, Rosario, ¿y tú, cómo puedes aguantar durante tantos años la rutina de tu trabajo?
- Bien mirado, todo es rutina. Tú siempre escribes.
- Sí, pero con variaciones. Además, mis obras se representan en diferentes teatros, con otros actores, público diverso. Ah, y no olvides lo de mis conferencias. Yo, como la gitana de la falsa moneda, aunque más modernizada, voy de aquí para allá utilizando cualquier bicho alado que se presente.
- Sí, supongo que, vista desde fuera, mi vida puede parecer aburrida. Pero ¡qué quieres!Serán cosas del destino, digo yo.

Raúl, después de quedarse un rato en silencio y siguiendo un sistema de hilación que tan sólo él podría explicarse, sorprendió a Rosario dando una nueva dirección a la agradable charla que ambos sostenían.
- ¿Sabes, Rosario? Es curioso pero, después de tantos éxitos, apenas sé lo que es disfrutar de la estabilidad de eso que llaman hogar y que se traduce en la posesión de una vivienda propia.

Ante el asombro de Rosario, Raúl le explicó lo que había sido el sueño de toda su vida. Tener una casa propia. No necesitar desplazarse más en la vida. Desde pequeño, sus padres, por los avatares del destino, se habían visto precisados a mudar de población quizá con excesiva frecuencia. Raúl, en su niñez, y luego en su adolescencia, nunca experimentó la permanencia del hogar, entendiendo éste como algo material, pues en su faceta, digamos espiritual, el hogar era algo que siempre llevaban a cuestas sus padres y hermanos, abuela incluida.

Sin embargo, cuando el cabeza de familia consiguió asentarse de forma definitiva, y para sorpresa del propio Raúl, una vez comprobó que -transcurrido un tiempo prudencial- nadie empaquetaba maletas, empezó a sentir una especie de desasosiego que todavía ahora, en su ya más que sobrepasada madurez, seguía experimentando. Quizá fuera aquella necesidad de continuo cambio lo que le hacía mantener las maletas en el lugar más accesible de su casa de Madrid, y lo que le había obligado a variar de domicilio cada cierto tiempo.

Eso sí, la necesidad de un sentimiento de permanencia le obligaba a llevarse consigo, cada vez que una nueva mudanza amenazaba con desestabilizar la rutina de Raúl, el eterno sillón, de suave tejido, del que nunca se separaba. Ya había necesitado varias tapicerías nuevas, pero, por mucho que variara el diseño, lo acogedor del tacto permanecía inalterable.

Raúl estaba en vena. Las confidencias se habían desatado, y la necesidad de materializar los pensamientos y darles vida con su aliento, le hizo hablar y hablar, en una especia de monólogo de Shakespeare del que Rosario era el público inherente a cualquier representación que se preciara de algún valor. Raúl explicó cómo la insatisfacción que le causaba el sedentarismo recién adquirido de su familia le llevó a forjar en su imaginación mil y una aventuras que, con el paso del tiempo, fueron dibujando los folios que caían en manos del insatisfecho joven. En su mente surgían todas las vidas que a él le hubiera gustado vivir. Pronto, hasta la noches se llenaron de sueños conscientes; sueños que luego quedaban impresos en nuevas páginas. Así empezó su carrera y así descubrió su vocación.
- ¿La de escritor? -Preguntó Rosario, creyendo haber dado en el clavo.
- La de vividor.
Y Raúl silabeó cuidadosamente la palabra. Vividor en su más amplio sentido. Ya joven llegó a la conclusión de que él no reunía todas las características que podrían conducirle a llevar, en la realidad, las mil y una vidas que su fogosa inmadurez imaginaba. Escribir, interpretar. Esas dos facetas culturales atraían su atención. Por supuesto, una familia como la suya no iba a propiciar la carrera de actor teatral para uno de sus hijos, así que, decidió aceptar aquello que le ofrecieran con tal de que no le quitasen lo esencial: su fértil imaginación.

(...)


jueves, 1 de julio de 2010

Una realidad tangible (8)


DESDE LUEGO QUE el cielo había elegido un mal momento para acabar con los devastadores efectos de la sequía. Justo en el momento en que la pareja salía del local y emprendía un agradable paseo, unas nubes que con toda seguridad, en el caso de que pudieran verse, eran negras, descargaron todo su disgusto sobre ellos. Rosario tenía la costumbre de acudir al trabajo sin la compañía del coche que reservaba para un número muy escaso de desplazamientos. El tráfico y los problemas de aparcamiento habían decidido a la mujer a disponer de su automóvil como de un objeto de museo que se exhibe a los amigos de vez en cuando, y se somete a revisiones periódicas para certificar su existencia. En cuanto a Raúl, él siempre se había negado a presentarse a un examen para demostrar que estaba igual de capacitado que los demás para matar a pobres viandantes que circularan desprevenidos por las calles de la ciudad. Así las cosas, sólo quedaban dos soluciones, o cogían un taxi, o se metían en el local contiguo y dejaban que el tiempo transcurriera entre conversación y sorbos de placentera bebida hasta que la intensidad del aguacero fuera disminuyendo. Y fue esta segunda opción la que ganó la partida.

El establecimiento que les serviría de refugio era uno de tantos cuya mejor calificación podría encerrarse en la palabra "cutre". Francamente, Rosario no hubiera hecho ascos a que el director y autor teatral que la acompañaba se dejase los cuartos en uno de esos lugares donde casi hay un camarero por persona, pendiente hasta el extremo de cada una de las necesidades del cliente que le hubiera sido adjudicado. Era cierto que la entrada en semejante tugurio obedecía a la precipitada decisión de continuar juntos, decisión propiciada por la intensa lluvia, pero ya era lástima no encontrarse al lado de una elegante sala de fiestas. Además, volver al lugar donde escasos minutos antes habían sido despedidos con estudiadas sonrisas parecía en cierto modo humillante. Por otra parte, con más frecuencia de la deseada por sus acompañantes, Raúl Padierna disfrutaba mucho de semejantes establecimientos, fuente de inspiración para él, debido a los extraños personajes que solían albergar. En fin, bien pudiera suceder que la noche pasada allí con Rosario Malpica sirviera a Raúl Padierna de punto de arranque para una nueva y, por descontado, aplaudida obra.

Con el discurrir de la noche, las confidencias iban menudeando entre la pareja. Ya no se trataba de avasallar al otro con un sinnúmero de cuestiones que en alguno de los casos podían considerarse hasta impertinentes. Tampoco tenían necesidad de relatar sus propias frustraciones utilizando un tono superficial a modo de coraza defensiva. No; entre ellos se había establecido un ambiente que destilaba un cierto calor de hogar que hacía que las palabras se enlazaran unas con otras buscando el regazo de aquel o aquella que escuchaba. Desde luego que la vida nunca para de dar sorpresas. ¿Quién podría imaginar que los más íntimos pensamientos pudieran ser compartidos con alguien con el que sólo nos une, en principio, el hecho de participar de una misma naturaleza humana?

Raúl hablaba con gusto. No se sentía obligado a hacerlo, y eso era lo que facilitaba su locuacidad. Además, comprendía que la compañía de aquella noche no buscaba nada de él, y que ambos se conformaban tan sólo con pasar un buen rato juntos. Los dos llevaban caminado mucho por la vida y, finalmente, habían descubierto el placer de los encuentros.

Rosario Malpica había asistido a demasiados altercados en el teatro, en muchos de los cuales el apasionado Padierna participaba sin ningún tipo de límite pudoroso, como para que el afamado autor y director tuviera que andarse con remilgos ahora, semejando algo parecido a un dios del Olimpo o bien a un enfant terrible, según los casos. Sólo tenía que dejarse llevar por la solicitud de la noche y mostrarse tal cual era; ella no iba a exigirle más.

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viernes, 25 de junio de 2010

Una realidad tangible (7)


Durante los primeros años de su empleo consideró que pronto conocería al hombre que le haría desear traer hijos al mundo; claro que, por muchas ilusiones que ella albergara, fue dándose cuenta de que éstas caían en saco roto cuando se enfrentaban con la realidad. Sus amigas se casaban y ella seguía siendo la eterna maravilla para las visitas, y la nunca deseada como perpetua compañía. Y aunque los ardores de su corazón no se apagaran, sí lo hizo la manifestación externa de tanto fuego. Lo que menos podía imaginarse es que veinte años después de su único romance en serio, alguien vendría a alegrarle la madurez. Pero como no todo iba a ser bueno, lógico era pensar que algo oscuro encerraba tan hermosa relación, y ése algo era otra mujer legítimamente comprometida con el susodicho y dos sucesores en el árbol genealógico. Bueno, al menos había contribuido en ese tema tan morboso del adulterio.

Cuando Rosario dio por terminada la larga relación de su vida, y sin solución de continuidad, lanzó al escritor una serie de preguntas que nadie se habría atrevido a hacerle, así, a bote pronto. ¿Por qué se había permitido estrenar su obra El vergel de la prosperidad? ¿Es que no se daba cuenta de que era la peor obra jamás escrita desde... (y ahí nombró a uno de los autores más detestados por ella)? ¿Lo hizo por dinero? ¿Es que no tenía otra cosa mejor que ofrecer? Por otra parte, ¿a qué venía aquello de dar opiniones sobre cualquier tema? ¿Acaso se creía el hombre más sabio de la Tierra? Y sin dar tiempo a que el pobre Padierna se recuperase, la taquillera volvía a atacar sin piedad. ¿Cómo era posible que, una vez alcanzada la celebridad, tan merecida según el parecer de muchos, no se decidiera a ayudar a los nuevos valores? Era bien sabido que el Sr. Padierna ahuyentaba a cualquier escritor en ciernes que se atreviera a acercarse a él. ¿No le daba vergüenza comportarse de una forma tan inhumana? Las preguntas eran tan directas que no había manera de obviarlas. Raúl consideró seriamente que la Srta. Malpica tenía una habilidad especial para el periodismo. Claro que aquella mente albergaba un terrible defecto: no parecía muy dispuesta a someterse a las directrices de nadie para elaborar sus personalísimos interrogatorios, y eso, probablemente, dificultaría su carrera.

Entre sorbo y sorbo, el pobre asediado iba elaborando respuestas, así como estrategias, para salir de aquel cerco que podía estropearle la noche. El camarero les miraba con atención. No todas las noches se veía a una pareja que no se pasaba el brazo por encima del hombro -o bien por la cintura y demás partes apetecibles del cuerpo- del que se encontraba al lado. Y lo que más extrañaba al pobre hombre eran las reiteradas peticiones de copas de vino. ¿Pero era posible que en un lugar así alguien pidiera algo tan tradicional? Y menos mal que había conseguido endosarles uno de marca, porque por ellos bien recibido hubiera sido el más peleón de todos. ¿De dónde habrían salido aquellos dos seres tan extraños al local?


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viernes, 18 de junio de 2010

Una realidad tangible (6)

-Tú, al menos, tienes la experiencia de saber lo que es tener a un ser amado esperándote en casa.
-
¿Quién te asegura a ti que no era yo el que esperaba?
-
¿En los tres matrimonios?
-
¡En los tres! -respondió el maestro de éxito teatral con una aprendida dosis de resignación.
-
Está visto que no supiste escoger.
-
¡Desde luego!
La noche se derramaba como el alcohol por las gargantas de la pareja, y la conversación parecía no languidecer. Raúl Padierna estaba muy interesado en la vida de aquella mujer a la que durante tantos años sólo había visto despachar entradas e intentar cuadrar las cuentas, algo que, según contaban por ahí, no le salía demasiado bien. No podía dejar de someterla a ciertos tópicos y, de acuerdo con ellos, había imaginado la vida de Rosario, como la de la eterna solterona sin ninguna aventura amorosa que salvara de la rutina la estrechez de su vida. Pero se equivocaba.

Es verdad; ella
no se había casado tres veces, como él. Una en Madrid, otra en Lisboa, y otra, cediendo a los gustos exóticos de la tercera mujer que se llevaba honradamente a la cama, en Lahore. Por supuesto que sobre su cama se habían tumbado más cuerpos, pero ésos no pudieron alcanzar el calificativo de legales. Rosario Malpica, sin embargo, había experimentado el amor en más ocasiones de las que su acompañante de aquella noche podía haber imaginado. Claro que una cosa era disfrutar del sentimiento y otra muy distinta asistir a su realización. Para hacer honor a la verdad, el segundo caso se había dado en muy contadas ocasiones: exactamente dos. La primera tuvo lugar cuando ella contaba veinte años. Para la segunda debieron transcurrir bastantes años más, y a los cuarenta cedió nuevamente a los impulsos primaverales.

Rosario
Malpica estaba decidida a hablar. Para ello no tuvo más que beberse otra copa, después de las dos primeras, y echar un vistazo al ambiente que los rodeaba. Por el flanco derecho, parejas enroscadas besuqueándose con escaso rubor. Por el izquierdo, más parejas enroscadas. Al frente, y como para dar un toque de contraste, un grupo de mujeres solas que, probablemente, suspiraba por estrechar los brazos del otro grupo de hombres solos que se encontraban en el otro extremo y que les dirigían miradas libidinosas sin que, ni ellos ni ellas, lanzaran una pierna delante de la otra y se decidieran a cambiar el ritmo de la noche. Ante tal espectáculo, la lengua de Rosario se desató, provocando el agrado de su pareja nocturna. Y es que, después de tres meses de tener que hablar con todo el que le circundara sobre cualquier tema imaginable, escuchar la voz de la taquillera constituía todo un placer. Ésta le contó su vida con la habilidad de una gran novelista. En cada pasaje de la misma incluía algún nuevo matiz; unos capítulos resultaban más propicios para el humor, otros para la melancolía, otros incitaban más a la reflexión; y cualquiera de ellos mantenía el interés de Raúl Padierna.

Rosario le habló de la escasa vistosidad de su cuerpo, no sólo de la cintura, piernas o precisos atributos femeninos, sino de su rostro. Ella nunca había sido guapa, y no era la única en
considerarse falta de atractivo pues, para certificar su opinión, nadie ponía los ojos en ella. De todas formas eso no le impidió dar rienda suelta a su imaginación y verse correspondida en sus afectos por todo muchacho en el que ponía ella sus núbiles ojos. Eso sí, para que algún elemento del sexo contrario respondiera de forma efectiva a sus reclamos hubieron de transcurrir veinte años desde su nacimiento. Y como recordaba ahora, entre sorbo y sorbo de vino rojo como la sangre, fue bonito mientras duró; claro que no le hubiera importado nada que la materialización de su aventura amorosa se prolongara un poquito más de lo que lo hizo aquella primera. En fin, ¡qué se le iba a hacer!

Entre desengaño y desengaño, su padre, que tenía un amigo, que a su vez tenía otro amigo bien relacionado en el Candilejas, consiguieron entre unos y otros un puesto con el que podría ganarse la vida la joven Rosario. Y ya que los príncipes escaseaban, y los azules muchísimo más, se dedicó a la honrada empresa de ganarse las habichuelas día tras día, despachando las entradas que conducían a mundos mágicos, si no más bonitos que el suyo real, al menos distintos.

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viernes, 11 de junio de 2010

Una realidad tangible (5)


-¿Y tú eres de aquí, Rosario?
-Sí. Soy uno de esos raros especímenes que escasean en la capital. Yo nací en el Foro.
-Pues eso debe imprimir carácter. Yo no tengo la experiencia de la patria propia.
-Para serte sincera, Raúl, ése es un tema que nunca me ha interesado.

Rosario recalcó bien el tuteo, así como el nombre propio. Ya antes de salir de su eterno cuchitril se había pertrechado con sus armas de matar, y no estaba dispuesta a desfallecer ahora.

Raúl dudaba. No sabía si lo más conveniente era hablar de él, o bien interesarse por la vida de ella, pues ambas estrategias encerraban sus propios riesgos; si se decidía por lo primero, podría ser considerado como un inveterado ególatra, algo que no ayudaría mucho al engrandecimiento de su buena imagen; pero si, por el contrario, se decidía a internarse por los caminos que le condujeran a la vida privada de su compañera, su simple interés podría tergiversarse y terminar siendo considerado como una vergonzosa intrusión en zona prohibida.

En estas dudas estaba cuando Rosario decidió entrar al quite. Desde luego que ella estaba dispuesta a no perder la oportunidad que se le ofrecía de disfrutar con la compañía de un hombre como Raúl Padierna.
-¿Y es cierto eso de que actualmente vives solo?
La pregunta, así, de sopetón, dejó a Raúl sin posibilidad de respuesta. Apenas reconocía a la taquillera del Candilejas. Parecía mentira lo que podía conseguirse con un simple cambio de escenario. Si no conseguía otra cosa, al menos se llevaría nuevas ideas teatrales de aquella noche. Cuando la inventiva se le resistiera, cambiaría a sus personajes de escenario, y seguro que la intensidad de la historia resurgiría nuevamente.
-Pues sí. Ya ves. Vivo solo. ¿Y tú?
-¿Y eso por qué?
-¿Cómo que por qué?
-Que por qué vives solo.
-Pero bueno, Rosario, ¿es que tú no contestas a las preguntas que te hacen?
-Pues según me convenga. Pero es que yo pregunté primero.
-¡Ah! Eso es muy cierto, muy cierto.
-¿Y bien?
-¿Bien qué?
-Lo de la soledad. ¿Por qué?
-Francamente, ni yo mismo lo sé. Supongo que derroché demasiadas ilusiones.
-Probablemente lo que ocurra es que tres matrimonios sean demasiados.
-Quizás.
-Y ninguno, demasiado poco -reflexionó Rosario en voz alta.
-¿Nunca te casaste?
- No.
-¿Y por qué?
Rosario se quedó mirando el color del escaso vino que quedaba en su vaso. La respuesta exigía la suficiente elaboración para no ser considerada por su acompañante como la resignada solterona, ni la diablesa rompecorazones que, ¡para qué engañarse!, nunca había sido.
-Pues, la verdad, yo tampoco tengo respuesta.

Si se habían decidido por el camino de las confidencias, se hacía evidente que estaba resultando un completo fracaso. Ninguno de los dos daba respuestas. Y lo más grave no era el que no quisieran darlas, sino algo mucho más patético, que no conseguían encontrar las razones, por más que rebuscaban en su interior. Quién podía saber el porqué de las cosas; éstas simplemente eran y, se pusiera uno como se pusiera, se hacían inamovibles.


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viernes, 4 de junio de 2010

Una realidad tangible (4)


La taquillera del Candilejas llevaba allí casi tanto tiempo como los cimientos del teatro. Nunca había tenido otra ocupación que aquella, y su ambiente laboral se reducía a un pequeño cuchitril y un muchísimo más reducido cuadrilátero de vidrio que la ponía en contacto con el público. Cuando quería ampliar el escenario de su actuación, se introducía en el patio de butacas, y allí, en un rincón, se dejaba ensoñar por los mil y un problemas que actores, mejores y peores, se dedicaban a exhibir ante un público ávido de emociones.
-¿Y tú no te aburres de estar aquí todos los días, Rosario?
-Pues a veces sí, y a veces no. Pero es que no consigo vencer la costumbre de comer todos los días, y como no tengo ningún tío rico en América, pues ya ve, Sr. Padierna..., quiero decir, Raúl...
-¿Y nunca has pensado en cambiar de trabajo?
-Tanto como cambiar de trabajo no, pero sí en cambiar de situación. La idea que yo tenía es que alguno de esos actores guapísimos se fijaría en mí y me pondría piso; pero ya ves, yo creo que ni se han enterado de mi existencia, porque si no, es que no se comprende, ya que con mi planta...
Padierna admiraba el humor de aquella mujer ajada que sabía sonreír a la vida.
-Eso te pasa por pensar en actores guaperas. Tenías que haberte conformado con algún viejo director. Todavía estás a tiempo, mujer. Inténtalo. Te ofrezco la oportunidad de conquistarme.
Rosario no pudo contener una carcajada que lanzó sin ningún tipo de recato. Ni él ni ella sabían la verdad que podían encerrar las palabras antes dichas, pero la posibilidad de tomar una copa fuera del Candilejas no era una idea del todo mala. Los dos cogidos del brazo, como las parejas de las películas antiguas, salieron a respirar el aire de la noche madrileña.


Raúl Padierna había acudido muchas veces a lo largo de su vida al Candilejas, unas veces lo había hecho como simple espectador, mientras que en otras ocasiones se había establecido una intensa relación laboral. Y qué decir de Rosario Malpica. Ella también lo frecuentaba. En realidad lo de ella había sido una relación mucho más frecuente, aunque nadie podría asegurar si más intensa. Sin embargo, en el espacio que ocupaban aquellos años, ninguno de los dos había salido nunca a tomar una copa juntos. Por supuesto un encuentro semejante era del todo impensable. ¿A quién se le podría ocurrir que un autor de éxito pusiera sus ojos en una humilde taquillera? El efecto contrario, aunque fuera sólo en la imaginación, sí que se daba, la experiencia lo demostraba, pero una cosa era el deseo, y otra muy distinta que éste se hiciera real.

Los años, los desengaños y sabe Dios qué otras zarangainas habían obrado para que Raúl Padierna se insinuara. La verdad es que ni siquiera se había insinuado, lo único que había hecho era abrir un poquito más la puerta de su intimidad y lanzar algo así como un reto al que la coquetería que la señorita Malpica albergaba en un extremo oblicuo de su corazón no tardó en responder. A sus años, ya poco le importaban los convencionalismos; lo único que quería era disfrutar de algo, y había que admitir que, por mucho que rondara los setenta, el tal Padierna seguía teniendo una distinción que no conseguía aplacarse.

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viernes, 28 de mayo de 2010

Una realidad tangible (3)


LLEGADA LA NOCHE, dirigió sus pasos hacia el teatro donde había quedado representándose su última obra, de gran éxito según se había augurado desde el principio. La gira americana, que interrumpiera el contacto con la materialización de su obra, había supuesto, entre otras cosas, una especie de liberación. Durante casi un año se las había tenido que ver, día tras día, con unos papeles que no conseguían reflejar adecuadamente el alcance de sus sueños. Luego había venido todo aquello de las discusiones con empresarios teatrales, productores, actores, tramoyistas, limpiadoras, periodistas, agentes y demás calaña, que algunas veces suponían un problema añadido a su maltrecha psicología. Ahora, al regreso, quería comprobar in situ los resultados de su obra creadora.

Para ello no se le ocurrió nada mejor que acercarse a la taqu
illa del teatro. No quería abusar de su condición de autor y director de la obra en cartel, y le hacía ilusión comprar un entrada que le permitiera el acceso al local. Con esa voz socarrona que de forma instintiva le surgía cuando se dirigía a Rosario, la taquillera del Candilejas, le pidió una, si es que a aquellas alturas de la noche todavía podía hallarse algún hueco en el graderío.

-Para usted se fabrica, Sr. Padierna -rió de buena gana la mujer, excesivamente maquillada, y a punto de franquear la frontera que aún la mantenía en la cincuentena-. De todas formas, no hay necesidad de que se deje los cuartos aquí. ¿Por qué no utiliza la entrada de artistas ? -

-¿De verdad cree usted que me he ganado el derecho a entrar por ella?

Raúl Padierna era así. No acababa de creerse que se encontraba entre los hombres de letras a los que se les paga por serlo.

Una vez dentro del local, se dispuso a disfrutar de la obra, sin agriarse el carácter buscando defectos a diestro y siniestro. Pero lo cierto era que no hacía falta buscarlos, porque allí estaban ellos sin necesidad de tener que escudriñar demasiado. ¿Qué habían hecho con su obra? ¿Para tal fiasco había tenido que bregar durante todo un año en completa soledad, había luchado contra todo tipo de obstáculos entre el siguiente medio año, había despertado varias veces su maltrecha úlcera mientras duraron los ensayos, y había tenido que soportar estoicamente las angustias del maldito estreno con sus ulteriores consecuencias, puestas en la palestra por medio de diversas críticas de mejor o peor tono?

El autor, y mucho más el director, estaba realmente enfurecido. Aquellos actores y actrices que tres meses atrás celebraban los aciertos de su guía, se habían confabulado contra él y añadían morcilla tras morcilla a un texto tan cuidado como el suyo. Nada de lo que en un principio dijera había quedado indemne. El espíritu de la obra se había volatilizado y Raúl Padierna consideró seriamente que ni el paso de un huracán podría haber causado tantos destrozos sobre sus trabajados folios.

El enfado iba subiendo en tan gran escala que, poniéndose en pie, se lanzó furioso al exterior. El acomodador -que de acuerdo con su función, pero cambiando algo las tornas, se encontraba acomodado en uno de los sofás de la entrada- quiso contemporizar con el autor y, ofreciéndole un cigarrillo, le dirigió una sonrisa de satisfacción a la que unió alguna que otra palabra.
-Todo un éxito, Sr. Padierna, todo un éxito. Ya se lo decía yo.
A Raúl sólo le faltaba llorar, pero demasiado había sufrido en la vida como para que las lágrimas secas se reblandecieran precisamente ahora. Así que se conformó con lanzar una mirada llena de fuego devorador a su complaciente interlocutor, quien, no sabiendo qué hacer, se volvió al sofá que lo esperaba impasible.

¡Un éxito! Pero un éxito de quién. ¿Del autor? ¿Del director? ¿De aquel atajo de traidores que, creyendo ennoblecer el arte, se habían permitido tergiversar toda la obra? Como en tantas otras ocasiones pasadas, Raúl se acercó a Rosario, la taquillera, arrastrando consigo ese gesto de guerrero vencido tan hecho a su medida.
-¿Y qué, Rosario, qué le parece esta amputación?
-¿Qué quiere que yo le diga, Sr. Padierna? He visto la obra alguna que otra vez, y lo único que puedo decirle es que nunca es la misma. ¡Me gustaría saber cuál de ellas es la que escribió usted!
-¡Vergonzoso! Uno se ausenta durante unos momentos, y a su vuelta, ¿qué se encuentra?
-Perdone que le contradiga, pero esos momentos de los que usted habla, creo que fueron tres meses.
-¡Y eso qué importa! ¡Qué más dará un minuto más o un minuto menos!
La combinación del enfado con el humo del tabaco provocaron una pertinaz tos que congestionó el rostro del vejado autor.
-No le vendría mal seguir la moda y dejar de fumar, Sr. Padierna. Fíjese lo mal que le sienta.
-Oiga, Rosario, y digo yo ¿por qué no apea al tratamiento? Hace muchos años que nos conocemos y es que no hay forma de que me llame Raúl. ¡Con lo bonito que es mi nombre!
-Pues no sé. Supongo que son los efectos de una educación trasnochada.
-¡Venga mujer! Que mucho ha llovido en esta tierra para que usted no se decida a saltarse alguna que otra norma.

Rosario no estaba muy segura de tener la capacidad de olvidar tantos años de tratamiento, pero prometió que lo intentaría.

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viernes, 21 de mayo de 2010

Una realidad tangible (2)


El recién llegado echó
un ojo a un lado y luego el otro hacia el flanco contrario para espiar la posibilidad de que los periodistas, ansiosos de noticias, estuvieran allí, al acecho, para pedirle alguna que otra opinión. Ya estaba acostumbrado. Sin embargo, la situación escandalosa de la política del país los debía tener a todos reunidos en puntos estratégicos del gobierno de la nación, porque ni un meritorio de la agencia de noticias más rastrera se acercó a solicitarle ni siquiera la hora. Por una parte le agradó la ausencia de masas para recibirlo; pero, en su fuero interno, un no sé qué de orgullo herido iba arrastrándose por sus entretelas. En fin, resultaba evidente que el viejo asuntillo de la vanidad aún no había sido completamente vencido.

Un taxista parlanchín fue el encargado de llevarle a su casa. El trayecto desde el aeropuerto a ésta estuvo plagado de comentarios sobre el mal estado de la circulación, la nefasta incidencia de la sequía, la escandalosa subida de la gasolina, y un sin fin de temas al uso. El viajero se limitaba a asentir, ante el evidente disgusto del taxista a quien parecía contrariarle mucho el hecho de que los que se sentaban a su espalda no manifestaran deseos de formular argumentos que contradijeran los suyos. Pero es que Raúl Padierna venía cansado. Ocho horas de vuelo y tres meses de conferencias quitaban las ganas de discutir al más vindicativo de los seres del planeta.

Como siempre, la llave se resistía a abrir la cerradura. ¿Por qué le tenían que ocurrir estas cosas a él? Todo el mundo era perfectamente capaz de introducir el metálico instrumento en la rendijita dentada, obteniendo con tan sencillo movimiento la esperada apertura; todos, menos él. Como una constante más de su vida, la llave se negaba a girar suavemente, retardando su entrada en el apartamento, y negándole el goce que experimentaba al arrellanarse en su cómodo sillón de tela, frente a la luz de la ventana.

El famoso inconveniente de la discrepancia horaria tuvo efectos demoledores en su cansado estado y, a los pocos minutos de entrar en el edificio, dormitaba, apoyada su oreja derecha sobre el tejido suave de su querido sillón. Cuando despertara, la tortícolis le recordaría que no era bueno cabecear sin el apoyo de un mullido colchón, pero ahora sus sueños lo llevaban por rutas menos agotadoras que su reciente gira.

Raúl Padierna era de esos hombres que en su juventud habían creído que no tendrían tiempo para nada si no se daban prisa en actuar, y a la materialización de sus sueños dedicó los primeros años de su vida. Ahora que sobrepasaba en demasía los sesenta, las cosas no le parecían tan inmediatas, y se tomaba todo con una calma que hacía desesperar a quienes manejaban el aspecto mercantil de sus correrías. Después de dormir, repuesto ya de su anterior cansancio, decidió dedicar parte de su tiempo a disfrutar de alguna que otra hora de soledad. Pero, desgraciadamente para él, el sonido del teléfono parecía dispuesto a frustrar sus planes. Menos mal que los reflejos seguían funcionándole a las mil maravillas porque, cuando iba a ceder a su impulso y ya se inclinaba para hacerse con el auricular, giró en redondo y dejó que el contestador automático cumpliera con su deber. No le apetecía interrumpir el curso de sus pensamientos. Si alguien quería hablar con él, tendría que posponer su deseo el tiempo suficiente para que Raúl se hiciera con la dosis de soledad necesaria a su subsistencia.

Cumplido el trámite del sillón, se imponía estirar las piernas fuera del domicilio. Pasear por las calles de su barrio lograba equilibrar sus contradictorios instintos gregarios y anacoretas. Cada cierto tiempo se paraba a departir con el del kiosco de prensa, con la panadera de la esquina, o bien con diversos vecinos de los que no sabía nada en lo que a su vida privada se refería, pero que derrochaban sociabilidad a raudales. Era un hecho incontestable. Raúl Padierna había regresado al hogar.


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sábado, 15 de mayo de 2010

Una realidad tangible (1)


Raúl Padierna por fin pisaba tierra cristiana, como diría él, agotado de tanto ir y venir. La aventura americana había resultado excesiva para su longeva naturaleza. Todavía se preguntaba qué veían de interés en él, para que todas aquellas universidades y círculos culturales le invitaran a perorar durante un tiempo -establecido de antemano, eso sí-, sobre las más heterogéneas ideas; desde el enfrentamiento generacional, hasta las connotaciones de las ideologías políticas en la literatura, pasando por el mundo postmoderno y la elegancia de las mujeres orientales. Realmente resultaba ridículo que, simplemente por haber tenido suerte en el mundo editorial, así como en el teatro, sus opiniones fueran constantemente requeridas. Raúl Padierna estaba más que harto de tener que dar su opinión sobre cualquier tema que se presentara. El estatus de oráculo nunca había sido deseado por él, pero la vida, una vez más, le jugaba una de sus gracias, y ahí estaba el celebrado Padierna apechugando con la suerte que le había tocado en la ruleta del destino.

Durante su gira cultural había tenido ocasión de escuchar todas las variaciones que el idioma español podía ofrecer. Acentos suaves con ritmo de bolero, indolentes por efecto del calor, guturales, profundos, seseantes; parecía increíble que una misma lengua pudiera sufrir tantas y tan numerosas modificaciones. Y a todo esto, la Real Academia empeñada en dirigir los destinos del lenguaje. Claro que, en contrapartida, el pueblo llano no quería saber nada de sus indicaciones y mucho menos de tener que estar todos cortados por el mismo patrón, así que si la Real Academia no les tenía en cuenta a ellos, pues... peor para la Academia.

Todo hay que decirlo, el salto que diera Raúl Padierna a la zona anglófila de tan vasto continente le había ofrecido una nueva variedad de acentos españoles y, en su opinión, poca palabra inglesa. Diera la impresión de que la pureza de la raza sajona se encontrara en uno de sus estadios de mayor peligro y, a aquellas alturas del siglo XXI, no tener algún ancestro hispánico se veía como algo inusual. Para Raúl Padierna, defensor de los valores latinos, la derrota del Albión en sus secuelas americanas era algo digno de ser celebrado.

Desde luego que el paso del tiempo podía deparar cosas buenas y otras menos buenas, por no llamarlas simplemente malas. Por ejemplo, y en otro orden de cosas, ahí estaba el asunto de los aviones. Era indiscutible para el bueno de Padierna que lo de esos mecanismos alados ya no tenía la gracia de antes. En tiempos pasados, pero no tan lejanos como más de uno pudiera suponer, resultaba extremadamente placentero aquello de ir bajando suavemente las escalerillas que se adosaban a la puerta del aeroplano y, así, emular al tan preciado invento, aterrizando poco a poco, peldaño a peldaño, hasta lograr pisar la tierra deseada. Ahora, de todo eso no quedaba nada, y las famosas escalerillas que viajaban durante todo el día a lo largo del aeropuerto, habían sido reemplazadas por hoscos y aburridos túneles que alejaban al pasajero de cualquier contacto directo con la pista.

Una vez que el avión tomara tierra y que los pasajeros fueran debidamente desembarcados, Raúl Padierna debía enfrentarse al numerito de las maletas. Cuando se pudo hacer con las dos que llevaba, quedó gratamente sorprendido al comprobar que, por una vez, éstas llegaban con él al mismo aeropuerto. Sin duda se había vencido todo un desafío: que la organización funcionara con él, pues una de las constantes de sus numerosos viajes había sido la ineludible pérdida del equipaje. Para el itinerante Raúl, tales desapariciones suponían un misterio que todavía no había conseguido desentrañar. Cuando hablaba con otros asiduos clientes de compañías aéreas, ninguno de ellos admitía haber tenido la experiencia repetida que sufría él. ¿Se trataría, pues, de algo exclusivamente personal? Fuera como fuera, el hecho es que ya se había acostumbrado a las constantes desapariciones, y era algo sabido que, cada vez que debía embarcarse en un nuevo monstruo de las alturas, Raúl Padierna preparaba dos maletas con contenidos parejos en previsión de posibles percances.

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